Page 76 - La máquina diferencial
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ojos ante la verdad honesta. —Le ofreció la mano.
Godwin se la estrechó.
Sonó una fanfarria en toda la pista y la multitud respondió con un crujido y un
rugido. A su alrededor la gente empezó a moverse, a emigrar hacia las tribunas como
un inmenso rebaño de rumiantes.
—Me voy a hacer esa apuesta de la que hablamos —dijo Mallory.
—Debo volver con mis muchachos. ¿Te unes a nosotros después de la carrera?
¿Para dividir las ganancias?
—Desde luego —dijo Mallory.
—Permíteme llevar esa pinta vacía —se ofreció Godwin. Mallory se la dio y se
alejó.
Tras despedirse de su amigo, Mallory se arrepintió al instante de su promesa. Diez
libras eran desde luego una suma exorbitante; él mismo había sobrevivido con poco
más al año durante sus tiempos de estudiante.
Y sin embargo, pensó mientras paseaba camino a las casetas entoldadas de los
corredores de apuestas, Godwin era un técnico muy exigente y un hombre de una
honestidad escrupulosa. No tenía razón alguna para dudar de sus cálculos respecto al
resultado de la carrera, y un hombre que apostara con generosidad por Céfiro podría
abandonar Epsom esa tarde con una suma equivalente a los ingresos de varios años.
De llegarse a apostar treinta libras, o cuarenta...
Mallory tenía casi cincuenta libras depositadas en un banco de la City, la mayor
parte del incentivo que había cobrado por su expedición. Llevaba otras doce en el
ajado cinturón monedero de lona que se ceñía con firmeza bajo el chaleco.
Pensó en su pobre padre debilitado por la locura del sombrerero, envenenado por
el mercurio, retorciéndose y murmurando en su sillón, al lado de la chimenea, en
Surrey. Una parte del dinero de Mallory ya estaba destinada a comprar el carbón que
alimentaba ese hogar.
Aun así, uno podía salir de allí con cuatrocientas libras, nada menos... Pero no:
sería sensato y apostaría solo diez para cumplir su acuerdo con Godwin. Diez libras
serían una pérdida notable, pero una que podría soportar. Recorrió con los dedos de la
mano derecha el espacio que dejaban libre los botones del chaleco, en busca de la
solapa abotonada del cinturón de lona.
Decidió colocar su apuesta en la modernísima firma de Dwyer y Compañía, en
lugar de en la venerable y quizá ligeramente más acreditada Tattersall. Había pasado
con frecuencia por el bien iluminado establecimiento que Dwyer tenía en St. Martin’s
Lane y había oído el profundo zumbido del latón de las tres máquinas que empleaban.
No le apetecía realizar semejante apuesta con ninguno de los numerosísimos
corredores individuales que se elevaban sobre la muchedumbre en sus altos taburetes,
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