Page 78 - La máquina diferencial
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cuarenta libras más por el Céfiro.
               —¿Ganador, señor?
               —Ganador.





           Mallory presumía de ser un observador bastante atento de su prójimo. Poseía, le había
           asegurado Gideon Mantell mucho tiempo atrás, la visión que requería un naturalista.

           De  hecho,  debía  su  posición  actual  en  la  jerarquía  científica  a  haber  utilizado  esa
           misma visión en una monótona ribera de Wyoming salpicada de piedras, en la que

           había distinguido las formas que subyacían a un aparente caos.
               Ahora, sin embargo, horrorizado por la temeridad de su apuesta, por la enormidad
           del  resultado  en  caso  de  perder,  no  encontró  consuelo  alguno  en  la  presencia  y

           variedad de la multitud que asistía al derby. El impaciente rugido de la inmensa y
           apasionada codicia cuando los caballos corrieron por la pista resultó ser más de lo
           que podía soportar.

               Abandonó  las  tribunas  casi  corriendo,  con  la  esperanza  de  despojarse  de  la
           energía  nerviosa  que  acumulaba  en  las  piernas.  Una  densa  masa  de  vehículos  y
           espectadores  se  había  congregado  ante  las  vallas  de  la  entrada.  Todos  chillaron

           entusiasmados cuando pasaron los caballos, inmersos en una nube de polvo. Estaban
           allí  los  más  pobres,  y  estos,  sobre  todo  los  que  no  estaban  dispuestos  a  pagar  un
           chelín  para  entrar  en  las  tribunas,  se  mezclaban  con  los  que  se  divertían  o  se

           aprovechaban  de  la  multitud:  timadores,  gitanos,  rateros.  Mallory  empezó  a  dar
           empujones  para  abrirse  camino  hacia  el  borde  del  gentío,  donde  quizá  pudiera
           recuperar el aliento.

               De  repente  se  le  ocurrió  que  podía  haber  perdido  uno  de  los  recibos  de  sus
           apuestas. La idea estuvo a punto de paralizarlo. Se detuvo en seco y hundió las manos
           en los bolsillos.

               No, los papelitos azules seguían ahí. Sus billetes para el desastre.
               Estuvieron  a  punto  de  pisotearlo  dos  caballos  inquietos.  Indignado  e  iracundo,
           aferró  el  arnés  de  la  bestia  más  cercana,  recuperó  el  equilibrio  y  gritó  a  modo  de

           advertencia.
               Restalló  un  látigo  cerca  de  su  cabeza.  El  conductor  estaba  de  pie,  sobre  el
           pescante  de  una  carroza  abierta,  e  intentaba  abrirse  paso  por  la  fuerza  entre  la

           multitud que lo apresaba. El tipo era un dandi de las carreras e iba ataviado con un
           traje del azul más artificial posible y un pañuelo de seda chillona adornado con un
           gran rubí de pasta reluciente. Bajo la palidez de la frente hinchada, acentuada por

           unos rizos oscuros y despeinados, sus ojos encendidos y adustos se movían sin parar,
           de tal suerte que parecía estar mirando al tiempo en todas direcciones salvo a la pista
           de carreras, que todavía atraía la atención general. Se trataba de un tipo extraño, y era

           parte de un trío todavía más extraño, pues los dos pasajeros que lo acompañaban en el


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