Page 77 - La máquina diferencial
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aunque eran casi tan fiables como las firmas más grandes. La multitud se encargaba
de ello; el propio Mallory había presenciado lo que casi resultó el linchamiento de un
apostador moroso de Chester. Todavía recordaba el horripilante grito de «¡timador!»,
proferido con el mismo tono con el que se podría chillar «¡fuego!», que recorrió el
interior del recinto vallado, y el ataque sobre un hombre de gorra negra al que
derribaron y patearon de forma brutal. Bajo la superficie de la amable muchedumbre
de las carreras yacía una atávica ferocidad. Había comentado el incidente con lord
Darwin, que comparó entonces la acción con el ataque de los cuervos.
Sus pensamientos se dirigieron hacia Darwin mientras hacía cola ante la
ventanilla de la carrera de vapores. Mallory había sido uno de los primeros
partidarios de aquel hombre y lo apoyaba con pasión: consideraba que era una de las
grandes mentes de la época. Pero había terminado por sospechar que aquel solitario
lord, aunque sin duda agradecía el apoyo de Mallory, lo consideraba bastante vulgar.
Cuando se trataba de avanzar en su carrera profesional, Darwin no le resultaba muy
útil. Thomas Henry Huxley era el hombre que necesitaba para eso, un gran teórico
social además de consumado científico y orador.
En la cola que tenía Mallory a su derecha esperaba un tipo encopetado, ataviado
con las apagadas galas de la City y el ejemplar del día de Vida deportiva metido bajo
un codo inmaculado. Mallory contempló cómo se acercaba a la ventanilla y colocaba
una apuesta de cien libras por un caballo llamado Orgullo de Alexandra.
—Diez libras por el Céfiro, ganador —dijo Mallory al empleado que se ocupaba
de las apuestas en la ventanilla de vapores, y luego le entregó un billete de cinco
libras y cinco de una. Mientras el dependiente perforaba metódicamente la apuesta,
Mallory estudió las probabilidades dispuestas en quinobloques encima y detrás del
satinado mármol falso del mostrador, que era en realidad de cartón piedra. Vio que
los favoritos eran los franceses, con el Vulcan de la Compagnie Générale de Traction.
El conductor era un tal M. Raynal. Observó que el candidato italiano estaba en una
posición poco mejor que el Céfiro de Godwin. ¿Se había corrido la voz sobre las
bielas de prueba?
El empleado entregó a Mallory una endeble copia azul de la tarjeta que había
perforado.
—Muy bien, señor, gracias.
—Ya miraba más allá, al próximo cliente.
Mallory habló entonces.
—¿Acepta un cheque de un banco de la City?
—Desde luego, señor —respondió el empleado mientras enarcaba una ceja, como
si acabara de reparar en ese momento en la gorra y el abrigo de Mallory—, siempre
que lleven impresos su número de ciudadano.
—En ese caso —decidió Mallory para gran asombro propio—, quiero apostar
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