Page 104 - El camino de Wigan Pier
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un intelectual, con acceso a las revistas más selectas, significa entregarse a horribles
           campañas de maniobra y adulación. En el mundo de los intelectuales se avanza, si es
           que  se  consigue  avanzar,  menos  por  las  dotes  literarias  que  se  posean  que  por  la
           capacidad de ser el alma de los cócteles y de rascarles la espalda a las despreciables

           vedettes literarias. Éste es el mundo que más fácilmente abre sus puertas al proletario
           que sale de su clase. El muchacho «listo» de familia obrera, el tipo de muchacho que
           gana becas y es evidentemente inadecuado para el trabajo manual puede encontrar
           otras formas de ascender a la clase superior —una ligeramente distinta, por ejemplo,

           es la carrera en el Partido Laborista—, pero el camino literario es, con mucho, el más
           usual. Los círculos literarios de Londres están llenos de jóvenes de origen proletario
           educados  por  medio  de  becas.  Muchos  de  ellos  son  personas  muy  desagradables,
           nada representativas de su clase, y es muy triste que, cuando una persona de origen

           burgués consigue conocer personalmente y en pie de igualdad a un proletario, sea
           éste el tipo a quien suela encontrar. Pues el resultado es que el burgués, que ha estado
           idealizando a los obreros mientras no sabía nada de ellos, retroceda hasta posiciones
           extremas  de  esnobismo.  El  proceso  resulta  a  veces  muy  cómico,  siempre  que  se

           pueda contemplar desde fuera. El pobre burgués bienintencionado, ansioso de abrazar
           a  su  hermano  proletario,  se  adelanta  con  los  brazos  abiertos,  pero,  al  poco  rato,
           retrocede, herido por un sablazo de cinco libras, y exclama dolido: ¡Pero este hombre
           no es un caballero!

               Lo que desconcierta al burgués en un contacto de este tipo es encontrarse con que
           algunas de sus afirmaciones son tomadas en serio. Ya he indicado que las opiniones
           «izquierdistas» del intelectual medio suelen ser falsas. Por puro espíritu de imitación
           se ríe de cosas en las que en realidad cree. Como un ejemplo entre muchos, tomemos

           el código de honor de la escuela pública, con su «camaradería», su «no atacar al que
           está caído» y todas las demás consabidas tonterías. ¿Quién no se ha reído de él alguna
           vez? ¿Quién de los que se consideran «intelectuales» se atrevería a no reírse de él?

           Pero la cosa varía un poco cuando nos encontramos con alguien que se ríe de él desde
           fuera; de la misma manera que nos pasamos la vida diciendo pestes de Inglaterra pero
           nos enfadamos la mar cuando oímos a un extranjero decir exactamente las mismas
           cosas.  Nadie  se  ha  reído  con  tanta  gracia  de  las  escuelas  públicas  como  el
           «Beachcomber» del Express. Se burla, con mucha razón, del ridículo código moral

           según el cual hacer trampas en el juego es el peor de los pecados. Pero ¿qué diría el
           «Beachcomber» si cogiese a alguno de sus amigos haciendo trampas en las cartas?
           Dudo que le gustase. Sólo cuando se trata a alguien de cultura diferente a la de uno se

           empieza a ver cuáles son realmente las propias convicciones. El «intelectual» burgués
           es  demasiado  propenso  a  imaginar  que  está  de  alguna  manera  por  encima  de  la
           condición  burguesa  porque  encuentra  fácil  reírse  del  patriotismo,  de  la  Iglesia  de
           Inglaterra, de la Corbata de Antiguo Alumno, del Coronel Blimp y de todo lo demás.
           Pero,  desde  el  punto  de  vista  del  «intelectual»  proletario,  quien,  al  menos  por  su

           origen,  está  realmente  fuera  de  la  cultura  burguesa,  el  parecido  del  «intelectual»



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