Page 106 - El camino de Wigan Pier
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sintiéndose superior.
                         Todos charlan, charlan y parlotean
                         y ni una sola palabra
                         les sale realmente del cerebro, muchacho,

                         se la inventan sobre la marcha…
                         Te digo que les han hecho algo
                         a estos pollitos de arriba;
                         entre ellos no hay ningún gallito

                         … … … … … … … … . etc., etc.


               Difícilmente se podría decir más claro. Es posible que, al hablar de la gente «de
           arriba  del  árbol»,  Lawrence  se  refiera  sólo  a  la  burguesía  propiamente  dicha,  a  la
           clase de las dos mil libras o más al año. Pero yo me inclino a creer que se refiere a la

           gente que está más o menos inmersa en la cultura burguesa, a toda la gente que han
           crecido en una casa donde había dos o tres criados y a quienes han enseñado a hablar
           remilgadamente. Y aquí aparece el peligro que implica el «culto al proletariado», el
           tremendo antagonismo que puede llegar a despertar. Pues, ante una acusación como
           ésta, uno se encuentra desarmado. Lawrence me dice que, por el hecho de haber ido a

           una  escuela  pública,  soy  un  eunuco.  ¿Qué  puedo  hacer?  Puedo  presentar  pruebas
           médicas para demostrar lo contrario, pero ¿de qué serviría? La condena de Lawrence
           sigue  en  pie.  Si  se  me  dice  que  soy  un  sinvergüenza,  puedo  intentar  reformarme,

           pero, al tratarme de eunuco, se me incita a replicar violentamente de la forma que sea.
           Para enemistarse a un hombre, no hay como decirle que sus males son incurables.
               Esto, pues, suele ser lo que se saca en limpio de los contactos entre proletarios y
           burgueses:  traer  a  la  luz  un  antagonismo  real  que  es  intensificado  por  el  culto  al
           proletario, actitud que, a su vez, es producto de los contactos forzados entre ambas

           clases. El único procedimiento sensato es avanzar paso a paso y no forzar las cosas.
           Si, secretamente, uno se cree un señor y se considera superior al chico de la tienda, es
           mucho mejor decirlo que ocultarlo con mentiras. Un día u otro habrá que abandonar

           el esnobismo, pero fingir abandonarlo antes de estar realmente dispuesto a hacerlo es
           algo nefasto.
               Entretanto, se puede observar repetidamente el triste caso de la persona de clase
           media  que  es  un  vehemente  socialista  a  los  veinticinco  años  y  un  arrogante
           conservador a los treinta y cinco. En cierto modo, este proceso es bastante lógico, al

           menos si se tiene en cuenta cómo se ha desarrollado el proceso: en un momento dado,
           el  socialista  burgués  piensa  que  quizás  una  sociedad  sin  clases  no  significa  un
           beatífico estado de cosas en el que todos seguiremos actuando exactamente igual que

           antes, excepto el hecho de que no habrá odio de clase ni esnobismo; quizá será un
           triste mundo en el que todos nuestros ideales, nuestra ética, nuestros gustos —nuestra
           «ideología»— perderán todo sentido. Piensa que quizás este asunto de la abolición de
           las clases no es tan simple como parecía, sino que será una competición en la que,




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