Page 101 - El camino de Wigan Pier
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Incluso  el  «intelectual»  de  derecha,  que  no  está  abiertamente  en  contra  del
           imperialismo británico, finge mirar éste con una especie de irónica distanciación. Es
           fácil hacer chistes sobre el Imperio. ¿Quién podría hablar sin evitar una sonrisa de
           cosas como La Carga del Hombre Blanco, del «Gobierna, Britannia», de las novelas

           de Kipling y de los veteranos de la India? ¿Existe alguna persona culta que, al menos
           una vez en su vida, no haya contado aquel chiste del viejo sargento cipayo que dijo
           que,  cuando  los  ingleses  se  marchasen  de  la  India,  no  quedaría  entre  Peshawar  y
           Delhi (o donde fuese) una sola rupia ni una sola virgen? Ésta es la actitud del típico

           hombre  de  izquierda  ante  el  imperialismo,  una  actitud  completamente  hueca  e
           inconsistente, pues, en último término, la única cuestión importante es ¿quiere usted
           que  el  Imperio  Británico  se  mantenga  o  que  se  desintegre?  Y,  en  el  fondo  de  su
           corazón, ningún inglés, y menos que nadie los que hacen chistes sobre los coroneles

           anglo-indios, quiere que se desintegre. Pero, aparte de cualquier otra consideración, el
           alto nivel de vida de que gozamos en Inglaterra depende de que mantengamos bien
           sujeto el Imperio, sobre todo las zonas tropicales de éste, como India y África. Según
           el  sistema  capitalista,  para  que  Inglaterra  pueda  vivir  de  forma  relativamente

           confortable,  deben  vivir  al  borde  de  la  indigencia  cien  millones  de  indios.  Es  una
           situación vergonzosa, pero consentimos en ella cada vez que tomamos un taxi o nos
           comemos un plato de fresas con nata. La alternativa es tirar el Imperio por la borda y
           reducir  Inglaterra  a  un  país  de  poca  importancia,  a  una  inhóspita  isla  donde

           tendríamos  que  trabajar  mucho  todos  y  sustentarnos  principalmente  de  arenques  y
           patatas. Y esto es lo último que desea el hombre de izquierda. Pero, así y todo, sigue
           creyendo  que  no  tiene  responsabilidad  moral  alguna  por  el  imperialismo.  Está
           perfectamente dispuesto a aceptar los productos del Imperio y a justificarse riéndose

           de la gente que mantiene el Imperio en nuestro poder.
               Es en este punto cuando se empieza a comprender lo irreal de la actitud de la
           mayoría de la gente ante la cuestión de las clases. Mientras se trate simplemente de

           mejorar la situación del obrero, toda persona decente estará de acuerdo. A todo el
           mundo, excepto a los tontos y a los sinvergüenzas, les gustaría que el minero, por
           ejemplo, viviese mejor. Sería magnífico que el minero pudiera dirigirse al tajo en una
           cómoda vagoneta eléctrica en lugar de hacerlo gateando, que pudiera hacer jornadas
           de tres horas y no de siete y media, que pudiera vivir en una casa decente, con cinco

           dormitorios y cuarto de baño, y cobrar diez libras semanales. Además, cualquiera que
           use la cabeza sabe perfectamente que todo ello es posible. El mundo, al menos en
           potencia,  es  inmensamente  rico;  si  se  desarrollase  como  podría  ser  desarrollado,

           podríamos vivir todos como príncipes, suponiendo que lo deseáramos. Y, según una
           observación  muy  superficial,  el  aspecto  social  de  la  cuestión  parece  igualmente
           simple.  En  un  cierto  sentido,  es  verdad  que  a  casi  todo  el  mundo  le  gustaría  ver
           abolidas las distinciones sociales. Es evidente que esta perpetua tensión entre hombre
           y hombre que padecemos en la Inglaterra moderna es un grave inconveniente, una

           molestia.  De  ahí  la  tentación  de  creer  que  puede  ser  eliminada  con  una  serie  de



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