Page 97 - El camino de Wigan Pier
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enseñó el camino que conducía a una cocina, situada en un sótano. Una chimenea
           calentaba  el  ambiente  de  la  habitación.  Estaban  en  ella  un  grupo  de  estibadores,
           picapedreros y marineros, que jugaban a las damas y tomaban té. Apenas me miraron
           cuando  entré.  Pero  ese  sábado  por  la  noche  un  joven  y  robusto  estibador  estaba

           borracho  y  daba  vueltas,  tambaleándose,  por  la  habitación.  Cuando  me  vio,  vino
           hacia mí dando tumbos, con la ancha y roja cara echada hacia adelante y una mirada
           vacía de expresión. Mi cuerpo se tensó. ¡Ya se había armado la pelea! El hombre se
           abalanzó sobre mí y me echó los brazos al cuello. «¡Toma una taza de té, compañero

           —exclamó con voz lacrimosa—, toma una taza de té!».
               Tomé  una  taza  de  té.  Fue  como  un  bautismo,  tras  el  cual  mis  temores
           desaparecieron. Nadie me preguntó nada ni mostró una curiosidad ofensiva; todo el
           mundo fue correcto y amable y tomaron mi presencia como la cosa más natural del

           mundo.
               Me quedé dos o tres días en aquella pensión. Al cabo de unas semanas, habiendo
           reunido  ya  una  cierta  cantidad  de  información  acerca  de  las  costumbres  de  los
           mendigos, me eché a la carretera por primera vez.

               He contado mis andanzas en Miseria en París y Londres (casi todas las anécdotas
           narradas  en  este  libro  son  auténticas,  aunque  han  sido  arregladas)  y  no  quiero
           repetirme.  Más  adelante  emprendí  otras  veces  la  vida  errante  durante  temporadas
           mucho más largas, a veces por gusto, otras por necesidad. He vivido en pensiones

           baratas  durante  meses  seguidos.  Pero  es  aquella  primera  expedición  la  que  ha
           quedado grabada más vívidamente en mi memoria, por lo que tenía de extraño estar
           por fin allí entre «los más pobres de los pobres», en pie de absoluta igualdad con
           gente  obrera.  Cierto  que  un  vagabundo  no  es  un  representante  típico  de  la  clase

           obrera, pero, con todo, viviendo entre vagabundos se vive, como mínimo, inmerso en
           un grupo —en un subgrupo— de la clase obrera, lo cual, que yo sepa, no es posible
           de ninguna otra manera. Durante varios días, anduve por las afueras de Londres, por

           la  parte  norte,  en  compañía  de  un  vagabundo  irlandés.  Fui  su  compañero,
           temporalmente. Por la noche, compartíamos la misma habitación. Me contó su vida y
           yo le conté una falsa versión de la mía. Nos turnábamos para mendigar de puerta en
           puerta, en las casas donde parecía probable que nos diesen limosna, y nos repartíamos
           el producto. Yo estaba muy satisfecho. Por fin me encontraba entre «los más pobres

           de los pobres», en los bajos fondos de la sociedad occidental. Había saltado, o así me
           lo  parecía,  la  barrera  de  las  clases.  Y  allá,  en  el  miserable  y,  a  decir  verdad,
           tremendamente aburrido mundo de los vagabundos, tenía una sensación de libertad,

           de  aventura,  que  hoy,  al  recordarla,  me  parece  absurda,  pero  que,  en  aquellos
           momentos, era suficientemente intensa.












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