Page 92 - El camino de Wigan Pier
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años mayores que él y con las medallas de la Gran Guerra en el pecho. Y, a pesar de
           todo, me repelían ligeramente; eran «gente ordinaria», y no me gustaba acercarme
           demasiado  a  ellos.  En  las  cálidas  mañanas  en  que  la  compañía  marchaba  por  la
           carretera, yendo yo a la retaguardia con uno de los subalternos, el vaho que despedían

           aquellos cien sudorosos cuerpos delante de mí me revolvía el estómago. Ello se debía
           puramente a mis prejuicios, pues un soldado es, desde el punto de vista físico, todo lo
           inofensivo que puede ser una persona blanca del sexo masculino. Suele ser joven,
           casi siempre está sano debido al aire libre y al ejercicio, y la rigurosa disciplina le

           obliga a ser limpio. Pero yo no podía verlo así. Todo lo que sabía era que aquel sudor
           que estaba oliendo era de hombres de clase baja, y esta sola idea me ponía enfermo.
               Cuando, más adelante, me libré de mis prejuicios de clase, o de parte de ellos, fue
           de  manera  indirecta  y  por  un  proceso  que  requirió  varios  años.  Lo  que  me  hizo

           cambiar de actitud ante la cuestión de las clases fue algo que tenía sólo una relación
           indirecta con ella, algo casi sin importancia.
               Estuve cinco años en la Policía de la India, y, al terminar ese período, odiaba el
           imperialismo al que estaba sirviendo con una fuerza que seguramente no conseguiré

           explicar. En la atmósfera de libertad que se respira en Inglaterra, es difícil entender
           del  todo  una  cosa  así.  Para  odiar  el  imperialismo  es  necesario  formar  parte  de  él.
           Visto  desde  fuera,  el  gobierno  británico  en  la  India  parece  —y  de  hecho  es—
           benévolo  e  incluso  necesario;  y  así  son  también,  sin  duda,  el  gobierno  francés  en

           Marruecos y el holandés en Borneo, pues los países suelen gobernar a los extranjeros
           mejor de lo que se gobiernan a sí mismos. Pero no es posible formar parte de uno de
           estos sistemas de dominación sin reconocer que constituyen una injustificable tiranía.
           Hasta el más obtuso de los funcionarios anglo-indios es consciente de ello. Cada cara

           de  «nativo»  que  ve  por  la  calle  le  recuerda  la  monstruosa  intrusión  que  está
           protagonizando. Y la mayoría de estos funcionarios, de manera intermitente por lo
           menos, están mucho más descontentos del papel que juegan de lo que cree la gente en

           Inglaterra.  De  las  personas  de  las  que  menos  lo  hubiera  esperado,  de  altos
           funcionarios viejos, borrachines y sinvergüenzas, he oído frases del tipo de: «Claro
           que no tenemos ningún derecho a estar en este maldito país. Pero, ya que estamos,
           quedémonos». Lo cierto es que hoy en día nadie cree con absoluta convicción que
           esté  bien  invadir  un  país  extranjero  y  someter  a  la  población  por  la  violencia.  La

           opresión  colonial  es  un  mal  mucho  más  evidente  y  comprensible  que  la  opresión
           económica. Así, en Inglaterra, aceptamos mansamente que nos roben a todos para que
           medio millón de vagos despreciables sigan viviendo lujosamente, pero lucharíamos

           hasta el último hombre antes que ser dominados por los chinos. De la misma manera,
           la  gente  que  vive  sin  el  menor  remordimiento  de  conciencia,  de  dividendos
           producidos por los demás, ven con bastante claridad que está mal invadir y conquistar
           un país donde nadie le ha llamado a uno. El resultado es que todos los funcionarios
           ingleses en la India tienen un sentimiento de culpa que suelen ocultar lo mejor que

           pueden, pues no hay libertad de expresión, y el simple hecho de ser oído haciendo



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