Page 89 - El camino de Wigan Pier
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responsabilidad de todos los males sufridos por la humanidad en todos los tiempos.
Toda institución aceptada, desde las novelas de Walter Scott hasta la Cámara de los
Lores, fue ridiculizada por el solo hecho de que «los viejos» estaban a favor de ella.
Durante varios años fue la gran moda ser «de izquierda». Inglaterra se llenó de
inmaduras y contradictorias opiniones. Pacifismo, internacionalismo, humanitarismo
de todas clases, feminismo, amor libre, divorcismo, ateísmo, control de la natalidad…
Todo este tipo de cosas consiguieron una audiencia mayor de la que habrían tenido en
momentos normales. Y, naturalmente, los sentimientos revolucionarios se extendieron
a aquellos que habían sido demasiado jóvenes para ir al frente, incluidos los alumnos
de las public schools. En aquella época, todos nos veíamos a nosotros mismos como
las ilustradas criaturas de una nueva edad, que rechazábamos la ortodoxia que nos
habían impuesto a la fuerza aquellos odiosos «viejos». Conservamos, en su conjunto,
la actitud esnob de nuestra clase, y dábamos por supuesto que podríamos seguir
cobrando nuestros dividendos o acomodarnos en tranquilas profesiones, pero al
mismo tiempo nos parecía natural estar «contra el gobierno».
Nos reíamos del Officer’s Training Corps, del cristianismo, e incluso a veces de
los deportes obligatorios y de la familia real, y no nos dábamos cuenta de que no
éramos sino una parte de una actitud mundial de repulsa contra la guerra. Dos
incidentes me han quedado grabados en la memoria como ejemplos del curioso
sentimiento revolucionario de aquella época. Un día, el profesor de inglés nos hizo
llenar una especie de cuestionario general, una de cuyas preguntas era: ¿A quiénes
considera usted los diez hombres vivos más ilustres? De los dieciséis chicos que
éramos en la clase —con una edad media de diecisiete años—, quince incluyeron a
Lenin en su lista. Esto ocurría en una cara y elegante public school, en 1920 además,
momento en que los horrores de la revolución rusa estaban aún recientes en la mente
de todos. La otra anécdota que recuerdo tiene relación con las denominadas
celebraciones de la paz de 1919. Nuestros mayores decidieron por nosotros que
teníamos que celebrar la paz por el tradicional sistema de hacer leña del árbol caído.
Teníamos que hacer un desfile en el patio de la escuela llevando antorchas, y cantar
canciones patrioteras del tipo de «Gobierna, Britannia». Los muchachos se tomaron
todo esto a broma y cantaron letras blasfemas y sediciosas al son de las músicas
prescritas. Y creo que tal conducta les honraba. Dudo que hoy día las cosas fueran
así. Ciertamente, los alumnos de public school a los que conozco ahora, incluso los
inteligentes, tienen opiniones mucho más conservadoras que mis contemporáneos y
yo hace quince años.
Así que, a los diecisiete o dieciocho años, yo era a la vez un esnob y un
revolucionario. Estaba en contra de toda autoridad. Me había leído y releído todas las
obras publicadas de Shaw, Wells y Galsworthy (a los que por entonces consideraba
aún autores peligrosamente «avanzados») y me definía alegremente como socialista.
Pero no tenía mucha idea de lo que era el socialismo y no tenía la convicción real de
que los obreros fuesen seres humanos. A distancia, y por mediación de libros —como
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