Page 90 - El camino de Wigan Pier
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por ejemplo La gente del abismo, de Jack London— me compadecía intensamente de
           sus  sufrimientos,  pero  seguía  odiándolos  y  despreciándolos  cada  vez  que  tenía
           contacto  con  ellos.  Me  fastidiaba  su  forma  de  hablar  y  me  indignaba  su  habitual
           grosería.  Hay  que  recordar  que,  precisamente  en  aquel  momento,  inmediatamente

           después de la guerra, la clase obrera estaba en lucha. Era la época de las grandes
           huelgas  en  las  minas,  cuando  un  minero  era  considerado  como  un  demonio  y  las
           ancianas miraban cada noche debajo de la cama por si estaba escondido allí Robert
           Smillie. Durante toda la guerra, y algún tiempo después, había habido trabajo para

           todo el mundo y salarios elevados, pero, después, las cosas volvieron a andar mal, y,
           naturalmente, la clase obrera hacía resistencia. Los hombres que habían ido al frente
           habían sido atraídos al ejército con bonitas promesas, y ahora se encontraban con que
           no había trabajo y ni siquiera viviendas. Por otra parte, habían estado en la guerra, y

           habían vuelto a casa con la actitud del soldado ante la vida, que es fundamentalmente,
           a pesar de la disciplina, una actitud de falta de respeto a la ley. Había en el aire un
           clima de turbulencia. De aquella época data la canción que llevaba este memorable
           estribillo:


                         No hay nada seguro;

                         salvo que los ricos
                         tienen cada vez más dinero
                         y los pobres

                         cada vez más niños;
                         pero entretanto
                         ¿no lo hemos pasado bien?


               La  gente  no  se  había  hecho  aún  a  la  idea  de  pasarse  la  vida  sin  trabajo,
           consolándose con innumerables tazas de té. Todavía esperaban vagamente la llegada
           de la Utopía por la que habían luchado, y eran declaradamente hostiles, aún más que

           antes, a la clase que pronunciaba las haches. De modo que al grupo social que hacía
           de parachoques de la burguesía, aquél al que yo pertenecía, la «clase baja» le parecía
           brutal y repulsiva. Al recordar aquella época, tengo la impresión de haber pasado la

           mitad del tiempo denunciando el sistema capitalista, y la otra mitad indignándome
           por la insolencia de los cobradores de autobús.
               Cuando no había cumplido aún los veinte años, fui a Birmania, como miembro de
           la Policía Imperial de la India. En una «avanzada del Imperio» como Birmania, la
           cuestión  de  las  clases  no  parecía  plantearse.  No  se  producía  allí  ninguna  fricción

           evidente entre clases, puesto que lo determinante no era el hecho de haber ido o no a
           las escuelas de postín sino el tener o no la piel blanca. En realidad, la mayoría de los
           hombres blancos de Birmania no pertenecían al tipo que en Inglaterra hubiera sido

           denominado «señores», pero, aparte de los soldados rasos y de unos pocos elementos
           inclasificables, todos ellos vivían a la manera de los señores, es decir, tenían criados y




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