Page 88 - El camino de Wigan Pier
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los catorce o quince años, yo era un repelente pequeño esnob, pero no más que
Aotros muchachos de mi misma edad y clase social. Me imagino que no hay
ningún lugar en el mundo donde el esnobismo esté tan presente y sea cultivado de
manera tan refinada y sutil como en una public school [16] inglesa. En este punto al
menos, no se puede decir que la «educación» inglesa no cumpla sus objetivos. El
latín y el griego se olvidan a los pocos meses de abandonar la escuela —yo estudié
griego durante ocho o diez años, y ahora que tengo treinta y tres no recuerdo ni el
alfabeto—, pero el esnobismo, si uno no lo combate incesantemente como una mala
hierba que se reproduce, le acompaña a uno hasta la tumba.
En la escuela, yo estaba en una posición difícil, pues mis compañeros, en su
mayoría, eran mucho más ricos que yo, que podía ir a una escuela cara gracias al
hecho de haber obtenido una beca. Éste suele ser el caso de los chicos de la baja alta
clase media, los hijos de sacerdotes, oficiales del ejército anglo-indio, etc., y los
efectos que ello tuvo sobre mí fueron seguramente los habituales. Por una parte, me
aferré más que nunca a mi condición de miembro de una buena familia; por otra, me
llené de resentimiento hacia los muchachos cuyos padres eran más ricos que los míos
y que tenían buen cuidado de hacérmelo saber. Desdeñaba a todo aquel que no
pudiera ser calificado de «señor», pero también odiaba a los que eran
provocativamente ricos, y sobre todo a aquellos que se habían enriquecido
recientemente. Lo elegante y correcto, consideraba yo, era ser de buena familia pero
no tener dinero. Esto forma parte del credo de la baja alta clase media. Tiene algo de
romántico, de jacobino exiliado, que resulta muy consolador.
Fueron unos años muy especiales los que pasé en la escuela (los de la guerra y los
inmediatamente posteriores), pues en aquel momento estuvo Inglaterra más próxima
a una revolución de lo que había estado en todo un siglo. Por casi todo el país se
había extendido una oleada de ansias revolucionarias que ahora ya está pasada y
olvidada, pero que dejó tras de sí algunos sedimentos. Aunque, como es lógico, no
era posible entonces verla en perspectiva, creo ahora que fue básicamente una
rebelión de la juventud contra la madurez, consecuencia directa de la guerra. En ésta,
los jóvenes fueron sacrificados, mientras la gente madura se comportaba de un modo
que, incluso después de todos estos años, inspira repugnancia: mantuvieron un férreo
patriotismo desde sus puestos seguros mientras sus hijos caían como moscas ante las
ametralladoras alemanas. Además, la guerra fue dirigida principalmente por hombres
viejos, que mostraron en la tarea una suprema incompetencia. Para 1918, todas las
personas menores de cuarenta años estaban irritadas con sus mayores, y el
antimilitarismo que siguió de modo natural a la contienda se convirtió en una revuelta
general contra la ortodoxia y la autoridad. En aquella época se daba, entre los
jóvenes, un curioso odio hacia «los viejos». Se achacaba al dominio de «los viejos» la
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