Page 84 - El camino de Wigan Pier
P. 84

mí. Si bebía de ella después de que lo hicieran todas aquellas bocas de hombres de
           clase baja, estaba seguro de que vomitaría; por otro lado, si me la ofrecían, no me
           atrevería a rehusar por temor a ofenderles. Así funcionaban en dos sentidos opuestos
           mil remilgos de clase media. Hoy, por fortuna, no tengo problemas de este tipo. El

           cuerpo de un trabajador, en sí, no me resulta más repulsivo que el de un millonario.
           Sigue sin gustarme el beber de una copa o una botella después de otra persona —
           quiero decir después de otro hombre; si se trata de una mujer, no me importa—, pero
           al menos no interviene en ello la cuestión de la clase. Me curé de mis prejuicios al

           convivir con vagabundos. Éstos, en realidad, no son muy sucios en relación con el
           conjunto de los ingleses, pero tienen la fama de serlo. Cuando se ha compartido el
           lecho con un vagabundo y se ha bebido té de la misma lata, se siente que se ha pasado
           lo peor, y lo peor no es ya causa de terrores.

               He  tratado  estos  temas  porque  son  vitalmente  importantes.  Para  librarse  del
           clasismo, hay que empezar por saber la visión que cada una de las clases tiene de las
           demás.  No  sirve  de  nada  decir  que  la  gente  de  clase  media  son  unos  esnobs  y
           quedarse  ahí.  Para  avanzar  algo  hace  falta  comprender  que  el  esnobismo  tiene

           relación  con  un  cierto  tipo  de  idealismo,  pues  su  origen  se  remonta  a  la  primera
           educación  que  recibe  un  niño  de  la  clase  media,  a  quien  se  enseña,  casi
           simultáneamente,  a  lavarse  las  orejas,  a  estar  dispuesto  a  morir  por  su  país  y  a
           despreciar a las «clases bajas».

               Aquí se me acusará de hablar de cosas ya pasadas, pues mi infancia coincidió con
           la guerra y con los años anteriores a ésta, y se puede alegar que a los niños de hoy se
           les infunden ideas más abiertas. Seguramente es cierto que la conciencia de clase es
           en la actualidad algo menos acusada de lo que fue. La clase obrera se muestra sumisa

           allí donde era abiertamente hostil, y la fabricación, después de la guerra, de artículos
           de vestir baratos y el refinamiento general de los modales de la gente ha atenuado las
           diferencias  visibles  entre  las  clases.  Pero  no  cabe  duda  de  que,  básicamente,  esa

           conciencia existe aún. Toda persona de clase media alberga unos prejuicios latentes
           que  necesitan  muy  poco  para  salir  a  la  luz,  y,  si  tiene  más  de  cuarenta  años,
           probablemente tiene la firme convicción de que su clase ha sido sacrificada en favor
           de la inmediatamente inferior. Tome usted a una persona representativa de la clase
           media, por ejemplo a un miembro de una de esas buenas familias que se esfuerzan en

           mantener las apariencias con cuatrocientas o quinientas libras al año, e insinúele que
           forma parte de una clase explotadora y parásita. Le tomará por loco. Con absoluta
           sinceridad, le citará una docena de aspectos en los que su situación económica es peor

           que la de un obrero. A sus ojos, los obreros no son una oprimida raza de esclavos,
           sino una siniestra marea que asciende para tragárselo a él, a sus amigos y a su familia,
           y para barrer del mundo toda cultura y todo decoro. De ahí esta peculiar vigilante
           ansiedad ante la posibilidad de que la clase obrera prospere demasiado. Poco después
           de la guerra, cuando el carbón alcanzaba aún precios elevados, apareció en el Punch

           un dibujo que representaba a cuatro o cinco mineros, de ceñudas y siniestras caras, en



                                         www.lectulandia.com - Página 84
   79   80   81   82   83   84   85   86   87   88   89