Page 82 - El camino de Wigan Pier
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«pilletes».
               Pero había un problema más grave. Y aquí llegamos al verdadero secreto de las
           distinciones de clase en Occidente, a la verdadera razón por la cual un europeo de
           origen burgués, aun cuando se llame comunista, no puede considerar igual a él a un

           trabajador  sin  hacer  un  gran  esfuerzo.  La  cosa  puede  resumirse  en  unas  terribles
           palabras que la gente hoy en día se resiste a pronunciar, pero que se usaban con toda
           tranquilidad cuando yo era niño. Estas palabras eran: «La gente de clase baja huele
           mal».

               Nos enseñaron que «la gente de clase baja olía mal». Esto es algo que representa
           una  barrera  infranqueable,  pues  ninguna  sensación  de  agrado  o  desagrado  es  tan
           fundamental  como  una  sensación  física.  El  odio  racial,  el  odio  religioso,  las
           diferencias de educación, de temperamento, de inteligencia, incluso las diferencias de

           código moral pueden ser superadas, pero la repulsión física no. Se puede sentir afecto
           por un asesino o por un homosexual, pero no se puede sentir afecto por un hombre
           que tiene mal aliento, habitualmente quiero decir. Por mucho que se le aprecie, por
           más que se admire su carácter e inteligencia, si sufre de mal aliento será repulsivo, y,

           en el fondo, se le odiará. Puede no importar mucho que a una persona de la clase
           media se le inculque que los trabajadores son ignorantes, perezosos, borrachos, zafios
           y deshonestos; el verdadero mal se hace cuando se le dice que son sucios. A nosotros
           se nos educó en la creencia de que eran sucios. A una edad muy temprana adquirimos

           la idea de que había algo vagamente repulsivo en el cuerpo de un trabajador, y nunca
           nos aproximábamos a ellos si podíamos evitarlo. Veíamos bajar por la calle a un alto
           y sudoroso picapedrero, con su pico al hombro; mirábamos su camisa descolorida y
           sus  pantalones  de  pana,  acartonados  por  la  suciedad  de  una  década,  y  nos

           imaginábamos las capas de mugrientos harapos que había debajo, y, debajo de todo,
           el cuerpo sucio, todo marrón (así es como me lo imaginaba yo), con su intenso vaho,
           como  de  tocino.  Si  veíamos  a  un  vagabundo  quitándose  las  botas  en  una  zanja

           (¡uug!), no se nos ocurría pensar que quizás a él no le gustaba llevar los pies negros.
           E incluso la gente «de clase baja» de quien sabíamos que iban limpios —los criados,
           por  ejemplo—  eran  un  tanto  desagradables.  El  olor  de  su  transpiración,  la  misma
           textura de su piel, eran misteriosamente diferentes de los nuestros.
               Toda la gente que ha crecido pronunciando las haches, en una casa con cuarto de

           baño y con un criado, habrá crecido, muy probablemente, con estas sensaciones; de
           ahí el carácter abismal e insuperable de las distinciones de clase en Occidente. Es
           curioso  la  poca  frecuencia  con  que  se  admite  este  hecho.  En  este  momento,  sólo

           recuerdo un libro en el que esta cuestión sea tratada sin tapujos: En un biombo chino,
           de Somerset Maugham. Aparece en la obra un alto funcionario chino que llega a una
           posada y se pone a dar voces y a insultar a todo el mundo, para dejar bien claro que él
           es un importante dignatario y que los demás son pobres gusanos. Al cabo de cinco
           minutos, habiendo afirmado su dignidad de la forma que juzga adecuada, se sienta a

           cenar con los porteadores y come con ellos en perfecta armonía. Como funcionario,



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