Page 81 - El camino de Wigan Pier
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atribuimos a una pura y simple maldad. Para mí, durante mi primera infancia, y para
casi todos los niños de familias como la mía, la gente «ordinaria» eran casi seres
infrahumanos. Tenían caras bastas, hablaban de forma vulgar, eran mal educados,
odiaban a todo aquel que no era como ellos, y, siempre que tenían ocasión de hacerlo,
le insultaban a uno rudamente. Ésta era la imagen que teníamos de ellos, imagen que,
aunque falsa, era comprensible, pues hay que recordar que, antes de la guerra, existía
mucho más odio de clase declarado del que hay ahora. En aquella época era muy
frecuente verse insultado por el simple hecho de tener aspecto de miembro de las
clases altas. Hoy, en cambio, lo más probable es que uno sea objeto de adulación por
ello. Cualquier persona de más de treinta años recordará los tiempos en que una
persona bien vestida no podía pasar por una calle pobre sin ser abucheada. Barrios
enteros de las grandes ciudades eran considerados peligrosos a causa de las bandas de
jóvenes matones (especie casi extinguida hoy), y, en cualquier parte, el chico del
arroyo de Londres, con su fuerte voz y su falta de escrúpulos intelectuales, podía
hacer la vida imposible a quienes no querían rebajarse a responderle. Cuando yo era
niño, un terror intermitente de mis vacaciones eran las bandas de pilletes, que a veces
le atacaban a uno en grupos de cinco o diez. En época de clases, por el contrario,
éramos nosotros quienes estábamos en mayoría y ellos los que eran atacados.
Recuerdo un par de furiosas batallas que libramos en el frío invierno de 1916 a 1917.
Y parece ser que esta tradición de franca hostilidad entre las clases altas y las bajas se
remontaba por lo menos a un siglo atrás. Un chiste típico del Punch de los años
sesenta muestra a un señor bajito y de aspecto nervioso que recorre a caballo una
calle de un barrio pobre, mientras se acerca a él un enjambre de chicos del arroyo que
gritan: «¡Aquí viene un ricacho! ¡Vamos a espantarle el caballo!». ¡Imagínense a los
chicos de los barrios de ahora espantando el caballo de nadie! Lo que harían ahora
sería más bien aproximarse al jinete con la vaga esperanza de recibir una propina. En
los últimos diez o doce años, la clase obrera inglesa se ha vuelto servil con una
tremenda rapidez. Es algo que tenía que pasar, pues la terrible arma del desempleo los
ha acobardado. Antes de la guerra, su situación económica era relativamente estable,
pues, a pesar de que no existía el seguro de desempleo, el paro no alcanzaba
proporciones de gravedad, y el poder de la patronal no era tan aplastante como lo es
ahora. El obrero no se veía abocado a la miseria cada vez que se exponía a ser
despedido, y podía en consecuencia jugarse el empleo cada vez que lo creía
necesario. En su libro sobre Oscar Wilde, G. J. Renier señala que el extraño y
violento estallido de cólera popular que siguió al juicio del escritor fue, básicamente,
de carácter social. La plebe londinense había cogido en falta a un miembro de las
clases altas, y no quería dejarlo en paz así como así. Esto era natural, e incluso
correcto. Cuando se trata a la gente como ha sido tratada la clase obrera inglesa
durante dos siglos, no es de extrañar que estén resentidos. Y tampoco se puede acusar
a los hijos de las buenas familias venidas a menos por el hecho de haber crecido en el
odio de la clase obrera, representada para ellos por las pendencieras bandas de
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