Page 76 - El camino de Wigan Pier
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cosas que son cada día más difíciles— tiene más probabilidades de ser feliz que un
           hombre «educado». Su vida doméstica parece adquirir de una manera más natural una
           forma sana y agradable. A menudo me ha llamado la atención la fácil plenitud, la
           perfecta  simetría,  por  así  decirlo,  de  un  hogar  obrero  en  sus  momentos  buenos.

           Especialmente  las  tardes  de  invierno,  después  del  té,  cuando  el  fuego  brilla  en  la
           cocina de carbón y baila reflejado en el guardafuego de acero, cuando el padre, en
           mangas de camisa, está sentado en la mecedora, a un lado, leyendo los resultados de
           las carreras y la madre está sentada al otro lado con su costura, y los niños están

           contentos  con  su  penique  de  caramelos  de  menta,  y  el  perro  está  echado  con
           indolencia en su vieja estera, tostándose al calor… Es bueno estar en un lugar así, si
           se puede no solamente estar allí sino ser de allí para estar con naturalidad.
               Esta escena se reproduce aún día tras día en la mayoría de los hogares ingleses,

           aunque no en tantos como antes de la guerra. Su felicidad depende principalmente de
           una cosa: que padre tenga trabajo. Pero quiero señalar que la escena que he evocado,
           una familia obrera reunida en torno al fuego después de tomar su té cargado y sus
           arenques, pertenece sólo al momento actual, y no podría situarse en el pasado ni en el

           futuro.  Si  avanzamos  doscientos  años  hacia  la  Utopía  futura,  la  escena  será
           totalmente diferente. Casi ninguno de los elementos que he imaginado formará parte
           de  ella.  En  una  época  en  que  no  existirá  trabajo  manual  y  todo  el  mundo  habrá
           recibido «educación», es muy improbable que el padre sea aún el hombre tosco de

           manos  desarrolladas  por  el  trabajo  a  quien  le  gusta  andar  por  casa  en  mangas  de
           camisa y dice: «Ah, por un pelo no ganamos…». Y no habrá fuego de carbón, sino
           algún invisible aparato de calefacción. Los muebles estarán hechos de caucho, vidrio
           y  acero.  Si  existen  aún  periódicos  de  la  tarde,  no  habrá  en  ellos,  ciertamente,

           información sobre las carreras de caballos, pues las apuestas deportivas no tendrán ya
           sentido en un mundo donde no existirá la pobreza y el caballo habrá desaparecido de
           la faz de la tierra. También los perros habrán sido eliminados por razones de higiene.

           Y  no  habrá  tampoco  tantos  niños,  si  los  partidarios  del  control  de  nacimientos  se
           salen con la suya. Y si retrocedemos en el tiempo hasta situarnos en la Edad Media,
           nos  encontraremos  en  un  mundo  igualmente  extraño.  Una  choza  sin  ventanas,  un
           fuego de leña que llena el ambiente de humo porque no hay chimenea, pan mohoso,
           piojos,  escorbuto,  un  nacimiento  cada  año  y  la  muerte  de  un  hijo  cada  año,  y  el

           sacerdote aterrorizando a la gente con cuentos del infierno.
               Cosa curiosa, no son los triunfos de la ingeniería moderna ni la radio, ni el cine,
           ni las cinco mil novelas que se publican anualmente, ni las multitudes que asisten a

           las carreras de Ascot, ni el encuentro entre Eton y Harrow, sino el recuerdo de la vida
           familiar de los trabajadores —especialmente tal como vi a veces en mi infancia, antes
           de la guerra, cuando Inglaterra era aún un país rico— lo que me hace pensar que, en
           conjunto, la época que nos ha tocado vivir no ha sido mala.








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