Page 72 - El camino de Wigan Pier
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especie de pequeño nacionalismo norteño. Un oriundo de Yorkshire que se encuentre
en el sur cuidará siempre de hacerle saber a uno que le considera inferior. Si se le
pregunta por qué, explicará que sólo en el norte la vida es vida «de verdad», que el
trabajo industrial que se hace en el norte es el único trabajo «de verdad», que la gente
del norte es «de verdad» y que en el sur viven sólo los rentistas y sus parásitos. Los
norteños son tenaces, austeros, duros, animosos, cordiales y democráticos; los del sur
son esnobs, afeminados y perezosos; o, al menos, así lo dice la leyenda. Por ello, el
hombre del sur se dirige al norte, con la vaga sensación de inferioridad del hombre
civilizado que se aventura entre los salvajes, mientras que el hombre de Yorkshire, al
igual que el escocés, viene a Londres con el espíritu de un bárbaro en busca de botín.
Y este tipo de sensaciones, producto de la tradición, no son modificadas por los
hechos evidentes. Así como un inglés de metro cuarenta y tres de estatura y setenta y
cinco centímetros de perímetro torácico se siente físicamente superior a Primo
Carnera, por el hecho de ser éste latino y él inglés, el hombre del norte se siente
superior al del sur. Recuerdo que un tipo de Yorkshire, flaco y bajito, que
seguramente habría salido corriendo ante los ladridos de un fox-terrier, me decía que,
en el sur de Inglaterra, él se sentía «como un invasor salvaje». Y muchas veces este
culto es adoptado por personas que no son norteñas de nacimiento. Hace un par de
años, un amigo mío educado en el sur pero residente en el norte iba conmigo en
coche por Suffolk. Pasamos por un pueblo bastante bonito. Mi amigo echó una
mirada reprobadora a las casas y comentó:
—Desde luego, la mayoría de los pueblos de Yorkshire son horribles, pero la
gente allá es magnífica. Aquí abajo es al revés: pueblos bonitos y gente maleada. Sin
duda alguna la gente que vive aquí no vale nada, absolutamente nada.
No pude por menos que preguntarle si conocía a alguien de aquel pueblo. No
conocía a nadie, pero, puesto que aquello era la Anglia Oriental, daba por descontado
que la gente no valía nada. Otro amigo mío, también sureño de origen, no pierde
ocasión de alabar al norte en detrimento del sur. He aquí un extracto de una de sus
cartas:
«Estoy en Clitheroe, en Lancashire. Creo que las corrientes de agua tienen mucho
más encanto en un país de pantanos y montañas que en el gordo e indolente sur. “El
fatuo y elocuente Trent”, dice Shakespeare; cuanto más al sur, más fatuo, diría yo».
Éste es un interesante ejemplo de culto al norte. No solamente usted, yo y todos
los demás habitantes del sur de Inglaterra somos tachados de «gordos e indolentes»,
sino que incluso el agua, a partir de una cierta latitud, deja de ser H O para
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convertirse en algo místicamente superior. Pero lo curioso de este texto es que su
autor es un hombre de gran inteligencia y de ideas «avanzadas», que vería con el
máximo desprecio el nacionalismo en cualquiera de sus formas habituales.
Rechazaría con horror afirmaciones del tipo de: «Un inglés vale por tres extranjeros».
Pero, cuando se trata de norte contra sur, no le cuesta nada generalizar. Todas las
distinciones nacionalistas, todas las pretensiones de ser mejor que otros porque se
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