Page 71 - El camino de Wigan Pier
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son feas porque fueron construidas en una época en que se desconocían la aplicación
           del acero en la construcción y los modernos sistemas de eliminación de humos, una
           época en que todo el mundo andaba demasiado ocupado haciendo dinero como para
           pensar en otra cosa. Y si siguen siendo feas ello se debe en buena parte al hecho de

           que la gente del país se ha acostumbrado a ellas y ya no se dan cuenta. Mucha gente
           de Sheffield o de Manchester diría seguramente, al respirar el aire de los acantilados
           de Cornualles, que es un aire soso. Pero, desde el fin de la guerra, la industria se ha
           extendido hacia el sur, y las nuevas fábricas pueden calificarse casi de bonitas. La

           fábrica típica de después de la guerra ya no es un siniestro barracón ni un tremendo
           caos  de  negrura  y  chimeneas  humeantes,  sino  una  brillante  estructura  blanca  de
           cemento, vidrio y acero, rodeada de prados y parterres de tulipanes. Por ejemplo, las
           fábricas  que  se  ven  al  salir  de  Londres  en  el  Ferrocarril  del  Oeste  pueden  no  ser

           triunfos de la estética, pero ciertamente no son feas de la misma manera que lo es la
           fábrica de gas de Sheffield.
               De todos modos, aunque la fealdad de las zonas industriales sea su característica
           más  evidente  y  el  motivo  de  las  protestas  de  todo  forastero,  dudo  que  tenga  una

           importancia  básica,  y  quizá,  siendo  el  industrialismo  lo  que  es,  no  sea  siquiera
           deseable  que  aprenda  a  disfrazarse  de  otra  cosa.  Como  ha  señalado  certeramente
           Aldous Huxley, una oscura y satánica fábrica debe tener el aspecto de una oscura y
           satánica fábrica, y no de templo de unos misteriosos y espléndidos dioses. Por otra

           parte, aun en las ciudades industriales más feas se ven muchas cosas que, desde un
           punto  de  vista  estrictamente  estético,  no  son  feas.  Una  chimenea  humeante  o  un
           barrio  apestoso  nos  repugnan  sobre  todo  por  lo  que  implican  en  cuanto  a  vidas
           dañadas  y  niños  enfermizos,  pero,  mirados  desde  un  punto  de  vista  puramente

           estético, pueden tener un cierto atractivo macabro. Yo he descubierto que las cosas
           que están muy fuera de lo corriente acaban casi siempre por fascinarme aunque al
           mismo tiempo las odie. Los paisajes de Birmania, que, cuando vivía entre ellos, me

           abrumaban  hasta  adquirir  caracteres  de  pesadilla,  se  quedaron  después  tan
           obsesivamente fijos en mi mente que me vi obligado a escribir una novela acerca de
           ellos para librarme de su asedio. (En todas las novelas sobre Oriente, el verdadero
           tema  es  el  paisaje).  No  sería  difícil  extraer  una  cierta  belleza,  como  hizo  Arnold
           Bennett, de la negrura de las ciudades industriales. Es fácil imaginar a Baudelaire,

           por  ejemplo,  componiendo  un  poema  acerca  de  una  montaña  de  escoria.  Pero,  en
           último  término,  la  belleza  o  la  fealdad  del  industrialismo  importan  poco.  Sus
           verdaderos  males  son  mucho  más  graves  y  totalmente  inevitables.  Es  importante

           tener esto presente, pues existe siempre la tentación de pensar que el industrialismo
           es inocuo mientras revista una forma limpia y ordenada.
               Al llegar al norte industrial, se tiene la sensación de entrar en un país extranjero,
           independientemente de la novedad del paisaje. Ello se debe en parte a las diferencias
           reales que existen, pero sobre todo a la oposición norte-sur que llevamos metida en la

           cabeza  desde  hace  tantos  años.  Se  da  en  Inglaterra  un  curioso  culto  al  norte,  una



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