Page 75 - El camino de Wigan Pier
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es necesariamente mejor pero sí muy diferente.
               Tomemos por ejemplo las diferentes actitudes hacia la familia. Una familia obrera
           está  tan  unida  como  pueda  estarlo  una  de  la  clase  media,  pero  las  relaciones  son
           mucho menos tiránicas. Un trabajador lleva ese terrible peso del prestigio familiar

           colgado al cuello como una piedra de molino. Ya he señalado antes que una persona
           de la clase media se derrumba completamente si cae en la pobreza, y esto se debe, por
           lo general, a la actitud de su familia, al hecho de tener cantidades de parientes que le
           pinchan y le atormentan día y noche por no haber sabido «salir adelante». El hecho

           de  que  la  clase  obrera  sea  capaz  de  unirse  y  la  clase  media  no,  se  debe,
           probablemente,  al  diferente  concepto  que  tienen  de  la  lealtad  familiar.  Los
           trabajadores de clase media no pueden formar sindicatos eficaces, porque, en tiempo
           de  huelgas,  casi  todas  las  esposas  de  la  clase  media  incitan  constantemente  a  sus

           maridos a hacer de esquiroles y aceptar el puesto de otros.
               Otra  característica  de  la  clase  obrera,  que  desconcierta  al  principio,  es  la
           franqueza de su hablar hacia todo aquél a quien consideren su igual. Cuando se ofrece
           a un obrero algo que no quiere, él dice que no lo quiere; una persona de la clase

           media lo aceptaría para no ofender al otro.
               La actitud de los trabajadores hacia la educación es muy diferente de la nuestra, y
           muchísimo más sensata. Los obreros suelen sentir un vago respeto por el saber en los
           demás, pero cuando la cuestión «educación» les afecta directamente, manifiestan ante

           ella una total indiferencia y la rechazan por un sano instinto. Hubo un tiempo en que
           yo me compadecía vivamente de los muchachos de catorce años a quienes, según yo
           imaginaba, se arrancaba de la escuela contra su voluntad para ponerles a trabajar en
           tareas miserables. Me parecía horroroso que, a los catorce años, alguien pudiera ser

           condenado a trabajar. Ahora sé que no hay una chica de clase obrera entre mil que no
           suspire por el día en que dejará la escuela. Estos muchachos quieren hacer un trabajo
           de verdad, en lugar de perder el tiempo en bobadas como la historia o la geografía.

           Para los obreros, el hecho de permanecer en la escuela hasta las proximidades de la
           edad  adulta  resulta  despreciable  e  impropio  de  un  hombre.  La  idea  de  que  un
           grandullón de dieciocho años, que debería llevar a casa una libra semanal, vaya aún a
           la escuela con un uniforme ridículo y reciba incluso bastonazos cuando no hace los
           deberes, es para ellos el colmo del absurdo. ¿Qué joven obrero de dieciocho años se

           dejaría  dar  bastonazos?  Él  es  un  hombre  cuando  el  otro  es  aún  un  niño.  Cuando
           Ernest Pontifex, personaje de Way of All Flesh, de Samuel Butler, conoció un poco la
           vida real, consideró que sus años de enseñanza media y universitaria habían sido un

           «insano y enervante libertinaje». Muchas cosas de la vida de la clase media parecen
           insanas y enervantes miradas desde el punto de vista de un obrero.
               En un hogar de la clase media —no hablo ahora de una familia sin trabajo, sino
           de un hogar de situación económica relativamente buena— se respira una atmósfera
           cálida, digna y profundamente humana que no es fácil de encontrar en otros medios.

           Yo diría que un obrero manual, si tiene un empleo fijo y cobra un buen sueldo —dos



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