Page 70 - El camino de Wigan Pier
P. 70

población es de quinientos habitantes. Y el hedor de su atmósfera es algo permanente:
           en los raros momentos en que se deja de oler a azufre es porque se ha empezado a
           oler a gas. Hasta el río poco profundo que atraviesa la ciudad suele tener un color
           amarillo brillante, debido a no sé qué producto químico. Una vez me detuve en la

           calle y conté las chimeneas que veía. Eran treinta y siete, pero habría contado muchas
           más  de  no  haber  estado  el  aire  oscurecido  por  el  humo.  Recuerdo  con  especial
           precisión una imagen concreta de la ciudad. Un solar (no sé cómo, por aquí arriba, un
           solar puede alcanzar extremos de fealdad que serían imposibles en el mismo Londres)

           desnudo  de  hierba  debido  al  pasar  de  la  gente,  lleno  de  papeles  de  periódico  y
           sartenes viejas. A la derecha, una fila aislada de tétricas casas de cuatro habitaciones,
           de  color  rojo  oscuro,  ennegrecidas  por  el  humo.  A  la  izquierda,  una  interminable
           extensión  de  chimeneas  de  fábrica,  chimenea  tras  chimenea,  que  se  perdían  en  la

           distancia  hasta  fundirse  en  una  neblina  negruzca.  Detrás  de  mí,  el  terraplén  del
           ferrocarril, construido con escoria de los hornos. Por último, enfrente, al otro lado del
           solar, había un edificio cúbico, de ladrillos rojos y amarillos, con un letrero que decía:
           «Agencia de Transportes Thomas Grocock».

               Por la noche, cuando no se ven las horribles formas de las casas y la negrura que
           lo  cubre  todo,  una  ciudad  como  Sheffield  adquiere  una  especie  de  siniestra
           magnificencia.  A  veces,  las  nubes  de  humo  adquieren  un  tinte  rosado  a  causa  del
           azufre, y de las chimeneas de las fundiciones se escapan unas llamas dentadas, como

           sierras  circulares.  Por  las  puertas  abiertas  de  las  fundiciones  se  ven  serpientes
           ardientes de hierro que son transportadas de aquí para allá, y se oye el silbido y el
           pesado golpear de los martillos de vapor y el grito del hierro bajo el golpe.
               Las  ciudades  de  la  industria  cerámica  son  casi  igualmente  feas,  en  una  escala

           menor. Entre las mismas filas de casitas ennegrecidas, como formando parte de la
           calle, están unas chimeneas de ladrillo de forma cónica, como gigantescas botellas de
           borgoña clavadas en el suelo, que echan el humo casi a la cara de la gente. Se ven

           monstruosos abismos de arcilla de decenas de metros de ancho y casi otros tantos de
           profundidad, a un lado de los cuales circula un tren de cremallera de herrumbrosas
           vagonetas,  y,  al  otro  lado,  unos  obreros  golpean  la  roca  con  picos,  pegados  a  ella
           como los recolectores de hinojo marino. Yo pasé por las ciudades de la cerámica en
           tiempo de nieve, y hasta la nieve allí estaba negra. Lo mejor que se puede decir de

           estas ciudades es que son bastante pequeñas y se acaban en seco. A menos de diez
           kilómetros  de  distancia  está  otra  vez  el  campo  virgen  y  las  peladas  colinas,  y  las
           ciudades no son más que una mancha de tizne en la distancia.

               Al contemplar tanta fealdad, se hace uno dos preguntas. Primera: ¿es esta fealdad
           inevitable? Segunda: ¿debería ser evitada?
               No  creo  que  las  instalaciones  y  áreas  industriales  tengan  que  ser  feas  por
           definición. Una fábrica, ni que sea una fábrica de gas, no está obligada por su misma
           naturaleza a ser fea, ni más ni menos que un palacio, una perrera o una catedral. Todo

           depende de la tradición arquitectónica de la época. Las ciudades industriales del norte



                                         www.lectulandia.com - Página 70
   65   66   67   68   69   70   71   72   73   74   75