Page 69 - El camino de Wigan Pier
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l viajar hacia el norte, la mirada acostumbrada a los paisajes del sur o del este no
Apercibe mucha diferencia hasta después de Birmingham. Coventry podría pasar
muy bien por Finsbury Park, y el Bull Ring de Birmingham se parece a Norwich
Market; y entre todas las ciudades de los Midlands se extiende la civilización del
chalet, imposible de distinguir de la del sur. Sólo cuando se va un poco más al norte,
hasta las ciudades de la industria cerámica y más allá, se comienza a ver la auténtica
fealdad del industrialismo, una fealdad tan terrible y abrumadora que uno se ve
obligado, por así decirlo, a pactar con ella.
Un montón de escoria es una cosa horrible, porque es irregular y no tiene ninguna
función. Es algo que se ha tirado allí sin más, como vaciando un gigantesco cubo de
basura. En las afueras de las ciudades mineras hay horrorosos paisajes donde el
horizonte está totalmente rodeado por angulosas montañas grises, el suelo está
cubierto de barro y cenizas y, en el aire, viajan lentamente, durante kilómetros, las
vagonetas de escoria suspendidas de cables de acero. A menudo, los montones de
escoria están encendidos, y por la noche se ven serpentear los riachuelos rojos del
fuego y el lento oscilar de las llamas azules del azufre, que parecen siempre a punto
de extinguirse pero siempre se avivan otra vez. Incluso cuando un montón de escoria
se hunde —cosa que siempre acaban por hacer—, en su superficie no crece más que
una fea hierba parda, y conserva su superficie desigual. Uno de ellos, situado en un
barrio obrero de Wigan y usado como terreno de juego, parece un mar agitado que se
hubiera helado súbitamente; lo llaman «el colchón de lana». Aun después de varios
siglos, cuando el arado recorra las zonas donde hoy se extrae el carbón, será posible
reconocer a vista de pájaro los lugares donde hubo montones de escoria.
Recuerdo una tarde de invierno en los horribles alrededores de Wigan. En torno a
mí se extendía el paisaje lunar de los montones de escoria, y, al norte, más allá de los
pasos (por así decirlo) entre las montañas de escoria, se veían las chimeneas de las
fábricas con sus penachos de humo. El camino que bordeaba el canal estaba cubierto
por una mezcla de ceniza y barro helado, cruzada por innumerables huellas de
zuecos. A ambos lados, hasta perderse también en la distancia, estaban las charcas de
agua estancada, resultado de la filtración en los hoyos formados en la tierra por el
hundimiento de antiguos pozos. Hacía un frío espantoso. Las charcas estaban
cubiertas de hielo color ocre. Parecía un mundo del que se hubiera desterrado la
vegetación; todo era humo, pizarra, hielo, barro, ceniza y agua sucia.
Pero hasta Wigan es hermoso comparado con Sheffield. Creo que Sheffield
podría aspirar con justicia a ser nombrada la ciudad más fea del Viejo Continente; no
me extrañaría que sus habitantes, que la quieren preeminente en todo, reivindicasen
también este título para ella. Con una población de medio millón de personas, tiene
menos edificios decentes que cualquier pueblo de Anglia Oriental, cuyo promedio de
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