Page 67 - El camino de Wigan Pier
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abajo  para  cogerlo  mientras  doblaba  la  curva.  Incluso  en  ese  momento,  el  tren
           marchaba a unos veinte kilómetros por hora. Los hombres se arrojaron sobre él, se
           agarraron a las anillas de la parte trasera de los vagones y se izaron al interior de éstos
           con  ayuda  de  los  parachoques,  a  razón  de  cinco  o  diez  hombres  por  vagón.  El

           maquinista no se dio por enterado. Llevó el tren a la cima del montón de escoria,
           desenganchó los vagones y condujo nuevamente la locomotora al pozo, para volver al
           cabo de un rato con una nueva serie de vagones. Se produjo entonces por segunda vez
           el  violento  asalto  de  las  figuras  andrajosas.  Al  final,  sólo  unos  cincuenta  hombres

           habían conseguido subir a alguno de los dos trenes.
               Subimos  a  la  cima  del  montón  de  escoria.  Valiéndose  de  palas,  los  hombres
           vaciaban el contenido de los vagones mientras, abajo, sus mujeres e hijos, de rodillas,
           escarbaban  rápidamente  con  las  manos  la  húmeda  escoria  y  recogían  pedazos  de

           carbón del tamaño de un huevo o menores. Se veía a las mujeres agarrar vivamente
           un trozo pequeño de alguna cosa, frotarlo en el delantal, examinarlo para asegurarse
           de  que  era  carbón  y  echarlo  celosamente  en  el  saco.  Como  es  lógico,  antes  de
           «ocupar» un vagón no se sabe lo que contiene; puede ser efectivamente escoria de

           carbón o bien sólo pizarra de los techos. Un vagón de pizarra no contiene carbón,
           pero  sí  otro  mineral  inflamable  llamado  carbón  mate,  muy  parecido  a  la  pizarra
           corriente pero algo más oscuro, y se distingue porque se parte en líneas paralelas.
           Sustituye pasablemente al carbón; no es tan bueno como para tener valor comercial,

           pero  es  lo  bastante  bueno  como  para  que  los  desempleados  se  lo  disputen.  Los
           mineros que habían subido a los vagones de pizarra cogían los pedazos de carbón
           mate y los partían con los martillos. Abajo, al pie del montón de escoria, los hombres
           que no habían conseguido subir a ninguno de los dos trenes recogían los trocitos de

           carbón que caían rodando desde arriba, trozos no más grandes que una avellana, pero
           que ellos estaban bien contentos de conseguir.
               Nos quedamos aquí hasta que fueron vaciados todos los vagones. En un par de

           horas, aquella gente había seleccionado toda la escoria hasta el último fragmento. Se
           echaban  los  sacos  a  la  espalda  o  los  colgaban  de  las  bicicletas,  y  emprendían  el
           pesado regreso a Wigan. La mayoría de las familias habían recogido cosa de medio
           quintal  de  carbón  o  de  carbón  mate,  de  modo  que,  entre  todos,  debían  de  haber
           robado entre cinco y diez toneladas de mineral. Este robo del carbón de la escoria

           tiene lugar en Wigan todos los días, por lo menos durante el invierno, en varias de las
           minas.  Evidentemente,  es  algo  muy  peligroso.  En  la  tarde  que  yo  lo  presencié  no
           hubo ningún accidente, pero unas semanas antes un hombre se hirió de gravedad y

           hubieron de amputarle las dos piernas, y, una semana después, otro minero perdió
           varios dedos de una mano. En teoría, esta práctica no es otra cosa que un robo, pero,
           como todo el mundo sabe, el carbón que se coge no iba a servir ya para nada. De
           cuando en cuando, para mantener las apariencias, las empresas mineras procesan a
           alguien por robo de carbón; en la edición de aquella mañana del periódico local se

           informaba de que habían sido impuestas a dos hombres multas de diez chelines. Pero



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