Page 80 - El camino de Wigan Pier
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numerosos. La mayor parte de los sacerdotes y maestros de escuela, por ejemplo, casi
todos los oficiales anglo-indios, unos cuantos militares y marinos y un buen número
de profesionales y artistas entran en esta categoría. Pero la verdadera importancia de
esta clase reside en el hecho de ser el parachoques de la burguesía. La auténtica
burguesía, la de dos mil libras o más al año, tiene el dinero como una gruesa
colchoneta entre ellos y la clase a la que expolian. Conocen la existencia de las clases
bajas en la medida en que conocen la de empleados, sirvientes y comerciantes. La
cosa es muy diferente para las «buenas familias» que se esfuerzan por vivir como
señores con unos ingresos que son, prácticamente, los de una familia obrera. Se ven
obligados a mantener un estrecho, y en un cierto sentido, íntimo contacto con la clase
obrera, y yo sospecho que se deriva de ellos la tradicional actitud de la clase alta
hacia la gente «ordinaria».
¿Cuál es esta actitud? Una irónica superioridad entrecortada por estallidos de odio
y resentimiento. Observen cualquier número del Punch de los últimos treinta años.
En todo momento se da por sentado que una persona de la clase obrera, por el hecho
de serlo, es una figura de chiste, excepto en los escasos momentos en que da señales
de una excesiva prosperidad, con lo cual deja de ser una figura cómica y se convierte
en un demonio. No vale la pena gastar energías en denunciar esta actitud. Es mejor
analizar cómo se ha formado, y, para ello, es necesario darse cuenta del aspecto que
adquieren las clases trabajadoras a los ojos de quienes viven entre ellos pero tienen
diferentes tradiciones y posición.
Una «buena familia» pobre se encuentra en una situación muy parecida a la de
una familia de «blancos pobres» que viva en una calle donde todos los demás vecinos
son negros. En unas circunstancias así, se ven obligados a aferrarse a su condición de
señores porque es lo único que tienen, y así se hacen odiar por su altanería y por su
pronunciación y maneras, que les señalan como miembros de la clase dirigente. Yo
era muy pequeño —no tenía más de seis años— cuando empecé a ser consciente de
las distinciones sociales. Antes de esa edad, casi todos mis héroes preferidos eran
miembros de la clase obrera, porque me parecía que hacían cosas interesantísimas
como pescar, forjar el hierro y construir casas. Recuerdo a los peones de una granja
de Cornualles, que me dejaban montar en la sembradora mientras sembraban nabos, y
a veces cogían una oveja y la ordeñaban para darme a beber la leche. Recuerdo
también a los obreros que trabajaban en la construcción de la casa de al lado, que me
dejaban jugar con el mortero y de quienes aprendí la expresión «hijo de p…», y al
lampista de nuestra calle, con cuyos hijos yo iba a coger nidos. Pero pronto se me
prohibió jugar con los hijos del lampista, que eran «ordinarios», y se me dijo que no
anduviera con ellos. Esto era clasismo, si ustedes quieren, pero era también necesario,
pues la gente de la clase media no puede permitir que sus hijos crezcan con una
pronunciación vulgar. Así, siendo yo muy niño, la clase obrera dejó de ser una raza
de seres amables y maravillosos para convertirse en una raza de enemigos. Nos dimos
cuenta de que nos odiaban, pero no comprendíamos por qué, de modo que lo
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