Page 91 - El camino de Wigan Pier
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procuraban hablar con refinamiento, y oficialmente eran considerados como
pertenecientes todos a la misma clase. Eran «los blancos», en contraposición a la
clase inferior, los «nativos». Pero a estos «nativos» no se les miraba de la misma
manera que en Inglaterra se miraba a las «clases bajas». La esencial diferencia
consistía en que los «nativos», por lo menos los birmanos, no eran considerados
físicamente repulsivos. Se los miraba como inferiores, como «indígenas», pero no
existían reparos para aproximarse físicamente a ellos, incluso por parte de hombres
blancos que tenían fuertes prejuicios raciales. Cuando se tienen muchos criados, no se
tarda en volverse perezoso, como me ocurrió a mí, por ejemplo, que me acostumbré a
vestirme y desvestirme con la ayuda de un criado birmano. Ello era posible porque el
muchacho era birmano y no me resultaba repugnante; en cambio, no habría podido
soportar que un criado inglés se me aproximase de una forma tan íntima. Pero ante un
birmano tenía casi la misma actitud que tengo hacia una mujer. Como la mayoría de
las demás razas, los birmanos tienen un olor característico que no acierto a describir:
es un olor que produce un hormigueo en los dientes. Pero ese olor nunca me causó
repugnancia. (Por cierto que los asiáticos afirman que nosotros olemos. Creo que son
los chinos que dicen que el hombre blanco huele a muerto. Los birmanos también lo
dicen, pero nunca me encontré con ninguno tan mal educado como para decírmelo a
la cara). Y, en cierto aspecto, aquella actitud mía era defendible, pues, mirando las
cosas como son, hay que reconocer que la mayoría de las personas de raza amarilla
tienen cuerpos mucho más hermosos que la mayoría de los blancos. Compárese la
piel sedosa y tersa de los birmanos, que no forma la menor arruga hasta pasados los
cuarenta años, y aun entonces no hace sino marchitarse como el cuero reseco, con la
basta y fláccida piel del blanco. El hombre blanco tiene un vello feo y lacio pelo en
los brazos y piernas y en el pecho, formando un feo parche. El birmano tiene sólo una
o dos zonas de recio pelo negro en los lugares adecuados, aparte de lo cual, su piel es
completamente lampiña y su cara casi siempre imberbe también. El blanco suele
quedarse calvo; al birmano raramente le ocurre tal cosa. Los dientes del birmano son
perfectos, aunque generalmente coloreados por el zumo de betel, mientras que los
dientes del hombre blanco se estropean invariablemente. El blanco suele tener mala
figura, y cuando engorda, su cuerpo se vuelve aún más desproporcionado; el hombre
de raza amarilla tiene un esqueleto armonioso, y en la edad madura su figura es casi
tan agradable como en la juventud. Es cosa admitida que la raza blanca produce unos
pocos individuos que, durante unos pocos años, son extremadamente bellos, pero, en
conjunto, dígase lo que se quiera, es inferior en belleza a las razas orientales. Pero no
era esto lo que yo pensaba cuando encontraba a los ingleses de «clase baja» mucho
más desagradables físicamente que los «nativos» de Birmania. Pensaba aún sobre las
líneas del clasismo que me inculcaron en la infancia. Cuando tenía poco más de
veinte años, fui destinado por breve tiempo a un regimiento británico. Naturalmente,
yo admiraba a los soldados y simpatizaba con ellos, como le habría ocurrido a
cualquier muchacho de veinte años con aquellos vigorosos y alegres jóvenes cinco
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