Page 95 - El camino de Wigan Pier
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pero que no es sino el resultado natural de ser uno mismo opresor. Sentía que tenía
           que romper no sólo con el imperialismo, sino con cualquier forma de dominio del
           hombre sobre el hombre. Quería abandonar mi posición, descender hasta lo más bajo
           de la escala social y ponerme al nivel de los oprimidos, ser uno de ellos y estar a su

           lado contra los tiranos. Y, debido sobre todo al hecho de que había pensado todo esto
           en la soledad, mi odio a la opresión alcanzó dimensiones extraordinarias. En aquellos
           momentos,  el  fracaso  en  la  vida  me  parecía  ser  la  única  virtud.  Todo  indicio  de
           promoción personal, incluso el «tener éxito» en la vida hasta el extremo de ganar

           unos cuantos centenares de libras al año me parecía moralmente feo, una especie de
           insulto.
               Fue así como mis pensamientos se volvieron hacia la clase obrera inglesa. Fue la
           primera vez que fui verdaderamente consciente de la existencia de la clase obrera, y

           al principio, sólo ocurrió porque dicha clase me proporcionaba una analogía. Ellos
           eran las víctimas simbólicas de la injusticia, y jugaban en Inglaterra el mismo papel
           que jugaban los birmanos en Birmania. En las colonias, la cosa era muy simple: los
           blancos estaban arriba y los amarillos abajo, y por tanto, mis simpatías estaban con

           los amarillos. Pero después me di cuenta de que no había necesidad de ir a Birmania
           para ver tiranía y explotación. En la misma Inglaterra, por debajo de nosotros, estaba
           la  oprimida  clase  obrera,  sufriendo  miserias  que  en  su  diferente  forma,  eran  tan
           penosas como las que pueda sufrir cualquier asiático. La palabra «desempleo» estaba

           en boca de todos. Para mí, que acababa de regresar de Birmania, aquello era más o
           menos nuevo, pero las bobadas que repetía aún la clase media («Estos desempleados
           no son otra cosa que inútiles, etc., etc.») no me engañaron. A menudo me pregunto si
           este tipo de estupideces engañan siquiera a los tontos que las utilizan. Por otra parte,

           yo  no  sentía  en  aquel  tiempo  interés  por  el  socialismo  ni  por  ninguna  otra  teoría
           económica. Me parecía entonces —y aún ahora me lo parece alguna vez— que la
           injusticia económica cesará el día en que queramos que cese, y no antes, y que, si

           realmente queremos que cese, el método adoptado importará poco.
               Pero no sabía nada de las condiciones en que vivía la clase obrera. Había visto
           cifras  referentes  al  desempleo,  pero  no  tenía  idea  de  lo  que  significaban  en  la
           realidad. Y, sobre todo, no conocía el hecho esencial de que la pobreza «respetable»
           es siempre la peor. La tragedia de un honrado trabajador que se ve de pronto en la

           calle después de toda una vida de incesante trabajo, su desesperada lucha contra unas
           leyes económicas que no comprende, la desintegración de las familias, la destructora
           sensación de vergüenza, eran cosas que estaban totalmente fuera de mi experiencia.

           Cuando pensaba en la pobreza, me la imaginaba como simple hambre física. Por ello,
           me  venían  al  pensamiento  los  casos  extremos,  los  marginados  de  la  sociedad:
           vagabundos, mendigos, criminales, prostitutas… Ellos eran «los más pobres de los
           pobres», y con ellos deseaba yo mezclarme. Lo que deseaba intensamente en aquellos
           momentos  era  encontrar  alguna  forma  de  salir  totalmente  del  mundo  de  la  gente

           respetable.  Reflexioné  mucho  acerca  de  ello  e  incluso  planeé  con  detalle  algunos



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