Page 94 - El camino de Wigan Pier
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insoportables cuando se es directamente responsable de ellas en alguna medida. Una
vez vi cómo ahorcaban a un hombre, y me pareció peor que mil asesinatos. Nunca
entré en una prisión sin sentir (como suele ocurrirle a todo el mundo en un caso así)
que mi sitio estaba al otro lado de las rejas. Pensaba entonces —y sigo pensándolo
ahora— que el peor criminal de la historia es moralmente superior a un juez que
impone la pena de horca. Pero, como es de suponer, tenía que guardar tales opiniones
para mí mismo, a causa de la obligación casi absoluta que tiene un inglés, en las
colonias asiáticas, de guardar silencio. Acabé por desarrollar la teoría anarquizante de
que todo gobierno es malo, de que el castigo hace siempre más daño que el crimen y
de que la gente se portaría correctamente si se la dejase tranquila. Desde luego, todo
esto es absurdo y sentimental. Ahora comprendo que siempre es necesario proteger
de la violencia a la gente pacífica. En cualquier estado o sociedad en que el crimen
sea provechoso habrá que tener unas leyes criminales severas y aplicarlas
inflexiblemente; la alternativa es Al Capone. Pero la idea de que el castigo es algo
negativo se presenta ineludiblemente a los que tienen por función aplicarlo. Quiero
creer que, incluso en Inglaterra, muchos policías, jueces, guardianes de prisión y
personas de funciones similares sienten un secreto horror por lo que hacen. Pero, en
Birmania, lo que hacíamos significaba una doble opresión. No sólo ahorcábamos a la
gente, la encarcelábamos y todo lo demás, sino que lo hacíamos en nuestra calidad de
indeseables invasores extranjeros. Los birmanos nunca reconocerían realmente
nuestra jurisdicción. El ladrón a quien encerrábamos no se veía a sí mismo como un
delincuente justamente castigado, sino como víctima de un conquistador extranjero.
El castigo que se le imponía no era sino una crueldad arbitraria y sin sentido. Detrás
de los gruesos barrotes de teca de la celda y de las rejas de hierro de la cárcel, su
rostro expresaba claramente esta idea. Y, por desgracia, yo no sabía permanecer
indiferente a la expresión de los rostros humanos.
Cuando regresé a Inglaterra con un permiso, en 1927, estaba ya medio decidido a
abandonar aquel trabajo, y el respirar aire inglés me acabó de decidir. No quería
volver a tomar parte en aquel cruel despotismo. Pero el simple librarme de aquel
trabajo ya no me bastaba; necesitaba mucho más. Durante cinco años, yo había sido
una pieza de un sistema de opresión, y me remordía la conciencia por ello. Recordaba
innumerables caras, caras de acusados en el banquillo, de hombres esperando en las
celdas de los condenados a muerte, de subordinados a los que había gritado y
amenazado y de ancianos campesinos a los que había tratado con arrogancia, de los
criados y culíes a los que había pegado con el puño en momentos de irritación (casi
todo el mundo hace cosas así en Oriente: los asiáticos saben ser muy provocativos), y
estos recuerdos me atormentaban. Sentía pesar sobre mí una inmensa culpa que
necesitaba expiar. Me imagino que esto parece exagerado, pero creo que cualquier
persona que realice durante cinco años un trabajo con el que esté en total desacuerdo
sentirá algo parecido. Yo lo había reducido todo a la sencilla teoría de que los
oprimidos siempre tienen razón y los opresores no la tienen nunca, una teoría errónea,
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