Page 93 - El camino de Wigan Pier
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una observación de carácter sedicioso puede perjudicar su carrera. En toda India hay
           ingleses  que  aborrecen  en  secreto  el  sistema  del  que  forman  parte.  Sólo  algunas
           veces, cuando están bien seguros de que su auditorio es de confianza, estos hombres
           dan rienda suelta a su amargura. Recuerdo una noche que pasé en el tren en compañía

           de un empleado del Servicio de Educación, a quien no conocía y cuyo nombre nunca
           descubrí.  Hacía  demasiado  calor  para  dormir  y  pasamos  toda  la  noche  hablando.
           Media  hora  de  cautelosas  preguntas  nos  hizo  decidir  a  ambos  que  el  otro  era  «de
           confianza»; y después, durante varias horas, mientras el tren avanzaba lentamente por

           la  negra  noche,  sentados  cada  uno  en  su  litera,  bebiendo  cerveza,  maldijimos  el
           Imperio Británico. Lo maldijimos desde dentro, inteligente e íntimamente. Nos hizo
           bien a los dos. Pero eran cosas de las que estaba prohibido hablar, y, en la débil luz de
           la  mañana,  cuando  el  tren  entraba  lentamente  en  Mandalay,  nos  separamos,

           sintiéndonos tan culpables como una pareja de adúlteros.
               Según lo que he podido observar, casi todos los funcionarios anglo-indios tienen
           momentos en que les remuerde la conciencia. Las excepciones están representadas
           por  aquellos  hombres  que  hacen  algo  indiscutiblemente  útil,  que  debería  hacerse

           independientemente  de  la  presencia  de  Gran  Bretaña,  como  los  funcionarios
           forestales, los médicos o los ingenieros. Pero yo estaba en la policía; formaba parte
           de  la  misma  maquinaria  del  despotismo.  Además,  en  la  policía  se  ve  de  cerca  el
           trabajo  sucio  del  Imperio,  y  existe  una  diferencia  considerable  entre  el  hacer  un

           trabajo sucio y el simple beneficiarse de él. La mayoría de la gente está de acuerdo
           con  la  pena  de  muerte,  pero  pocos  estarían  dispuestos  a  trabajar  como  verdugos.
           Incluso los demás europeos de Birmania miraban por encima del hombro a la policía,
           a  causa  del  trabajo  brutal  que  tenía  que  hacer.  Recuerdo  una  vez  que  yo  estaba

           inspeccionando  un  puesto  de  policía.  Un  misionero  americano  al  que  yo  conocía
           bastante vino allí para efectuar una diligencia. Como la mayor parte de los misioneros
           no conformistas, el hombre era tonto perdido pero muy buena persona. En aquellos

           momentos, uno de mis subinspectores nativos estaba amenazando a un sospechoso.
           (He descrito esta escena en Días en Birmania). El americano contempló un momento
           la escena, y, volviéndose hacia mí, dijo, pensativo: «No me gustaría hacer el trabajo
           que usted hace». Me quedé horriblemente avergonzado. Así era mi trabajo que hasta
           un misionero americano del Middle West, tonto, virgen y abstemio, tenía derecho a

           mirarme por encima del hombro y a compadecerme… Pero, aunque nadie me hubiese
           hecho darme cuenta de ello, habría sentido la misma vergüenza. Ya había empezado a
           sentir un odio indescriptible por toda la maquinaría de la llamada justicia. Dígase lo

           que se quiera, nuestras leyes penales (que, por cierto, son mucho más humanas en la
           India que en Inglaterra) son algo horroroso. Para aplicarlas se requiere gente muy
           insensible. Los infelices presos acurrucados en las malolientes celdas, las caras grises
           y acobardadas de los condenados a largos años de prisión, las nalgas cubiertas de
           cicatrices de los hombres que han sido azotados con bambúes, los gemidos de las

           mujeres  y  los  niños  cuando  sus  hombres  son  detenidos,  son  cosas  que  se  hacen



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