Page 99 - El camino de Wigan Pier
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pertenece a él, importa poco lo que haya sido en el pasado. Éste es como un mundo
dentro del otro, en el que todos son iguales; una especie de pequeña democracia de la
miseria, tal vez lo más aproximado a la democracia que existe en Inglaterra.
Pero, cuando se trata de la clase obrera típica, las cosas son totalmente diferentes.
En primer lugar, no existe ninguna forma rápida de introducirse en ella. Uno puede
convertirse en vagabundo vistiéndose de vagabundo y dirigiéndose al asilo más
próximo, pero no hay forma alguna de convertirse en picapedrero o en minero. Un
hombre como usted o como yo no puede emplearse de picapedrero o de minero,
aunque fuese capaz de realizar el trabajo. Participando en la política socialista se
puede entrar en contacto con la «intelligentsia» de la clase obrera, pero los miembros
de este grupo social no son más representativos de su clase que los vagabundos o los
ladrones. Aparte de esto, no puede mezclarse con la clase obrera alojándose como
huésped en uno de sus hogares, lo cual tiene siempre un peligroso parecido con el
«visitar los barrios pobres». Yo he vivido durante siete meses en casas de mineros,
compartiendo totalmente su vida. Comía con la familia, lavaba los platos, compartía
el dormitorio con alguno de ellos, jugaba con ellos a los dardos y hablaba con ellos
durante horas. Pero, aunque establecimos una convivencia y espero y confío que no
fui una molestia, yo no formaba parte real de su clase, y ellos se daban cuenta mejor
que yo. Por mucha simpatía que le inspiren a uno los obreros, por interesante que
pueda encontrar su conversación, siempre se siente la diferencia de clase, como el
guisante bajo el colchón de la princesa. No es una cuestión de simpatía o antipatía,
sino simplemente de diferencia, pero basta para hacer imposible la verdadera
intimidad. Aun con obreros que se denominan comunistas, hube de maniobrar
hábilmente para evitar que me llamasen «señor», y todos ellos, salvo en momentos de
gran animación, suavizaban sus acentos norteños en atención a mí. Yo sentía simpatía
por ellos y esperaba que ellos la sintiesen por mí, pero yo era el forastero, y todos
éramos conscientes de esto. Haga uno lo que haga, esa maldita diferencia entre las
clases se levanta ante uno como una muralla. O más que una muralla, es como la
pared de vidrio de un acuario, tan fácil de olvidar y tan difícil de atravesar.
Por desgracia, ahora se ha puesto de moda afirmar que este vidrio es penetrable.
Todo el mundo reconoce que los prejuicios de clase existen, pero, al mismo tiempo,
cada cual declara que él, por alguna misteriosa razón, está exento de ellos. El
clasismo es uno de esos defectos que sabemos detectar en todo el mundo pero nunca
en nosotros mismos. No sólo el socialista croyant et pratiquant sino también todo
«intelectual» da por sentado que él, por lo menos, está al margen del clasismo. Él, a
diferencia de los demás, se da cuenta del absurdo que representan riqueza, rango,
títulos y demás. El «yo no soy clasista» se ha convertido en una especie de credo
universal. ¿Quién no se ha reído alguna vez de la Cámara de los Lores, de la casta
militar, de la familia real, de las escuelas públicas, de la gente que organiza cacerías,
de las ancianas de los hotelitos de Cheltenham, de los horrores de la sociedad
provinciana y de la jerarquía social en general? El hacerlo se ha convertido en un
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