Page 100 - El camino de Wigan Pier
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gesto automático. Esto se observa sobre todo en las novelas. Todo novelista con
pretensiones de seriedad adopta una actitud irónica hacia sus personajes de clase alta.
Y, cuando tiene que presentar en una de sus obras a un personaje muy típicamente de
clase alta —un duque, un baronet o algo así—, se ríe de él, de forma más o menos
instintiva. Un importante motivo secundario de que ocurra esto es la pobreza del
moderno lenguaje de la clase alta. El habla de la gente «educada» está tan falta de
vida y de carácter que un novelista no puede hacer nada con ella. Con mucho, la
mejor manera de hacerla divertida consiste en hacer una parodia de ella, lo cual
significa pretender que toda persona de clase alta es un estúpido. El procedimiento
pasa, por imitación, de un novelista a otro, y llega a convertirse casi en un acto
reflejo.
Y, sin embargo, todo el mundo sabe, en el fondo, que esto es cuento. Todo el
mundo condena las distinciones de clase, pero muy poca gente quiere
verdaderamente abolirlas. Y aquí llegamos al importante hecho de que toda opinión
revolucionaria extrae parte de su fuerza de la secreta convicción de la imposibilidad
de cambiar nada.
Para un buen ejemplo de esto, vale la pena observar las novelas y obras teatrales
de John Galsworthy, teniendo en cuenta la cronología de las mismas. Galsworthy es
un buen ejemplar del sensitivo y lacrimoso humanismo de antes de la guerra.
Comienza con una mórbida y obsesiva compasión, que le lleva incluso a considerar
que toda mujer casada es un ángel encadenado a un sátiro. Se pasa la vida temblando
de indignación por los sufrimientos de los oficinistas agobiados de trabajo, de los
peones agrícolas explotados, de las mujeres caídas, de los criminales, de las
prostitutas, de los animales. El mundo, según lo ve en sus primeros libros (El hombre
de la propiedad, Justicia y otros), se divide en opresores y oprimidos, con los
opresores sentados encima, como monstruosos ídolos de piedra a los que toda la
dinamita del mundo no pudiera derribar. Pero ¿desea él realmente que sean
derribados? Al contrario; su lucha contra la inamovible tiranía se ve apoyada por esta
conciencia de inmutabilidad. Cuando, inesperadamente, empiezan a ocurrir cosas y el
orden social que él ha conocido empieza a desmoronarse, sus opiniones varían, y el
que empezó siendo paladín del esclavo contra la tiranía y la injusticia acaba
propugnando, como remedio a los problemas económicos de la clase obrera, la
deportación de ésta a las colonias, como si de rebaños de ganado se tratase (vid. La
cuchara de plata). Seguramente, de haber vivido diez años más, habría evolucionado
hasta alguna refinada versión de fascismo. Éste es el ineludible destino del
sentimental: al primer contacto con la realidad, todas sus opiniones se convierten en
las contrarias.
Esta misma vena de inmadurez y de lacrimosa falsedad se encuentra en todas las
mentalidades «avanzadas». Todo «intelectual» de izquierda está contra el
imperialismo. Sostiene que está por encima de la ideología del imperialismo de la
misma manera automática y vanidosa que sostiene estar por encima del clasismo.
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