Page 131 - El camino de Wigan Pier
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admiradores de la Edad Media, optó por idealizar a los etruscos, acerca de los cuales
se sabe muy poco. Pero no hay necesidad de idealizar a los etruscos, a los pelasgos, a
los aztecas, a los sumerios ni a ningún otro romántico pueblo desaparecido. Cuando
uno se imagina una civilización modélica, se la imagina simplemente como un
objetivo; no hay necesidad de afirmar que ha existido alguna vez en el espacio o en el
tiempo. Si usted deja claro este punto y explica que lo que desearía es que la sociedad
tendiese a alcanzar una vida más simple y más dura en lugar de más cómoda y más
compleja, el socialista entenderá probablemente que usted quiere volver a un «estado
salvaje», a una maloliente caverna paleolítica, como si no hubiese término medio
entre el rascador de pedernal y las fábricas de acero de Sheffield, o entre una balsa de
troncos y el Queen Mary.
Pero, finalmente, obtendrá usted una respuesta bastante más justa, en líneas
generales la siguiente: «Sí, desde su punto de vista, lo que usted dice está muy bien.
No hay duda de que sería muy digno endurecernos y aprender a prescindir de las
aspirinas, la calefacción central y todo eso. Pero el caso es que nadie quiere realmente
hacer una cosa así. Ello significaría regresar a una forma de vida agraria, que implica
un trabajo extraordinariamente pesado y no es en absoluto lo mismo que cuidar el
propio jardín. Yo no quiero hacer trabajos pesados; usted tampoco quiere, y nadie que
sepa lo que es un trabajo así querrá tampoco. Usted habla así porque en su vida ha
hecho una sola jornada de trabajo físico». Etcétera, etcétera.
En un cierto sentido, esto es verdad. Es como decir: «Ahora que estamos bien, por
el amor de Dios, conservémoslo…», lo cual, como mínimo, es una muestra de
realismo. Como ya he señalado, la máquina nos tiene cogidos en sus garras y será
enormemente difícil escapar a ellas. No obstante, esta respuesta es en realidad una
evasiva, porque no tiene en cuenta el sentido más profundo de la palabra «querer»
esto o aquello. Yo soy un degenerado semiintelectual moderno que me moriría si me
viese privado de mi taza de té matinal y de mi New Statesman de los viernes. Es
evidente que, en un cierto sentido de la palabra, yo no «quiero» volver a una forma de
vida más simple, más dura y probablemente de tipo agrario. En este mismo sentido,
tampoco «quiero» dejar de beber, pagar mis deudas, hacer ejercicio, serle fiel a mi
mujer, etc. Pero, en otro sentido más profundo, sí quiero hacer todo eso, y quizá en el
mismo sentido quiero una sociedad en la que «progreso» no signifique hacer un
mundo a la medida de un nuevo tipo de hombre, de un hombrecito gordo. Estos
argumentos que acabo de reproducir son prácticamente los únicos que he obtenido de
los socialistas —de los socialistas cultos y de formación teórica— cuando he tratado
de explicarles cómo estaban alejando a posibles adeptos. Desde luego, está también el
viejo argumento de que el socialismo llegará de todas maneras, le guste a la gente o
no, en virtud de la tan cómoda «necesidad histórica». Pero la «necesidad histórica»,
mejor dicho, la creencia en tal necesidad es algo que no ha sobrevivido a Hitler.
Y a todo esto, la persona culta, habitualmente izquierdista por sus ideas pero
derechista por temperamento, permanece indecisa en el umbral del socialismo. En
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