Page 126 - El camino de Wigan Pier
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esfuerzo y creación, al hacer innecesarias e incluso imposibles las actividades de la
           vista  y  de  la  mano.  El  apóstol  del  «progreso»  declarará  en  ocasiones  que  esto  no
           importa, pero habitualmente se le puede poner en un aprieto señalando los horribles
           extremos a los que puede llevar el progreso. Por ejemplo, ¿por qué seguir usando las

           manos?, ¿por qué seguir usándolas incluso para sonarse la nariz o para sacarle punta a
           un lápiz? Seguramente sería posible adaptarnos a los hombros algún aparato de acero
           y goma que hiciera todas estas cosas y dejar que los brazos se fuesen anquilosando
           hasta convertirse en muñones de piel y huesos. Y lo mismo podría hacerse con todos

           los demás órganos y facultades. En realidad no existe ninguna razón por la que una
           persona hiciera otra cosa que comer, beber, dormir, respirar y procrear; todo lo demás
           podría hacerlo la máquina en su lugar. Por tanto, el fin lógico del progreso mecánico
           es reducir al ser humano a algo parecido a un cerebro en una botella. Ésta es la meta

           hacia la que ya nos estamos moviendo, aunque, por supuesto, no tengamos intención
           de llegar a ella, de la misma manera que un hombre que se bebe una botella de whisky
           cada día no tiene el propósito de contraer una cirrosis hepática. El objetivo implícito
           del «progreso» no es, quizá, exactamente, el cerebro en una botella, pero sí algún

           horrible  e  infrahumano  abismo  de  comodidad  e  incapacidad.  Y  lo  triste  es  que
           actualmente la palabra «progreso» y la palabra «socialismo» están indisolublemente
           unidas en la mente de casi todo el mundo. El tipo de persona que odia las máquinas
           da por supuesto también odiar el socialismo; el socialista está siempre a favor de la

           mecanización, de la racionalización, de la modernización… o por lo menos cree que
           debe estar a favor de ellas.
               Por ejemplo, un prominente afiliado del Partido Laborista me confesó hace poco,
           con melancolía y un cierto rubor —como si se tratase de algo ligeramente incorrecto

           —  que  a  él  «le  gustaban  los  caballos».  Pero  los  caballos  pertenecen  a  un  pasado
           agrícola desaparecido, y todo gusto por el pasado desprende un vago olor a herejía.
           No creo que esto haya de ser así necesariamente, pero no hay duda de que es así. Y

           esto  sólo  basta  y  sobra  para  explicar  el  desagrado  que  muchas  personas  sensatas
           experimentan hacia el socialismo.
               En tiempos de la generación anterior a la nuestra, toda persona inteligente era, en
           algún  aspecto,  revolucionaria;  hoy  sería  más  aproximado  decir  que  toda  persona
           inteligente  es  reaccionaria.  En  este  sentido  vale  la  pena  comparar  El  durmiente

           despierta, de H. G. Wells, con Mundo feliz, de Aldous Huxley, escrita treinta años
           después.  Las  dos  obras  son  visiones  pesimistas  de  una  Utopía,  imágenes  de  una
           especie de paraíso de los pedantes en el que todos los sueños del «progresista» se han

           hecho realidad. Considerada simplemente como obra de imaginación, El durmiente
           despierta  es,  en  mi  opinión,  muy  superior,  pero  presenta  grandes  contradicciones,
           debido a que Wells, en su calidad de apóstol del «progreso», no puede escribir con
           convicción contra el «progreso». Su libro presenta un mundo brillante y siniestro en
           el que las clases privilegiadas viven entregadas a una vida de trivial hedonismo, y los

           trabajadores, reducidos a un estado de absoluta esclavitud e infrahumana ignorancia,



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