Page 124 - El camino de Wigan Pier
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algo deseable, es falsa. Lo cierto es que cuando una persona no está comiendo,
bebiendo, durmiendo, haciendo el amor, hablando, jugando o simplemente matando
el rato —y estas cosas no llenan todos los años de una vida— necesita del trabajo y
suele buscarlo, aunque no le dé el nombre de trabajo. Aparte de los retrasados
mentales, el esfuerzo es parte fundamental de la vida humana. El hombre no es, como
parecen creer los hedonistas vulgares, una especie de estómago andante; además del
estómago tiene manos, ojos y cerebro. Dejar de usar las manos representa amputar un
buen pedazo de la mente. Y volvamos a aquellos hombres que abrían la zanja para la
conducción de agua. Una máquina les ha librado de su cavar, y ahora van a pasarlo
bien haciendo otra cosa; trabajando la madera, por ejemplo. Pero, sea lo que sea lo
que decidan hacer, se encontrarán con que otra máquina les ha liberado también de
aquello. Pues en un mundo totalmente mecanizado no habría ya necesidad de trabajar
la madera, de cocinar, de reparar motocicletas, etcétera, de la misma manera que no
habría necesidad de cavar. No hay apenas nada, desde cazar una ballena hasta quitarle
el hueso a una cereza, que no se pueda hacer a máquina un día u otro. La máquina se
inmiscuye incluso en las actividades que ahora clasificamos como «artísticas»; lo está
haciendo ya en el cine y la radio. Si se mecaniza el mundo tan a fondo como es
posible, habrá, en todos los campos, alguna máquina quitándonos la posibilidad de
trabajar, es decir, de vivir.
A primera vista, puede parecer que esto no importa. Siempre podríamos seguir
realizando actividades «creadoras», sin tener en cuenta a las máquinas. Pero esto no
es tan simple como parece. Aquí estoy yo, trabajando ocho horas al día en una
agencia de seguros; en mi tiempo libre quiero hacer algo «creador», y decido hacer
un trabajo de carpintería, hacerme una mesa, por ejemplo. Nótese que, desde el
principio, la cosa tiene un cierto carácter de artificialidad, pues las fábricas pueden
proporcionarme una mesa mucho mejor que la que pueda hacerme yo. Pero, aunque
me ponga a trabajar en mi mesa, no me será posible sentir hacia ella lo que sentía
hacía las suyas el ebanista de hace cien años, y menos aún lo que sentía Robinsón
hacia la suya. Pues, antes de empezarla, la mayor parte del trabajo me lo han hecho
ya unas máquinas; las herramientas que utilizaré me exigirán un mínimo de habilidad.
Por ejemplo, yo puedo comprar tablas que excluirán el trabajo de moldeado, mientras
que el ebanista de hace cien años habría tenido que llegar al mismo resultado
mediante un minucioso trabajo con gubia y escoplo, lo cual le exigía una gran
habilidad, manual y visual. Las tablas que yo compraré estarán ya cepilladas, y las
patas torneadas. Incluso puedo ir a la tienda y comprar hechas todas las partes de la
mesa, con lo cual sólo necesitaré ensamblarlas; de este modo, mi trabajo se reducirá a
clavar unos cuantos clavos y utilizar una hoja de papel de lija. Y si esto es así ahora,
en el mecanizado futuro lo será mucho más. Con las herramientas y materiales de que
se dispondrá entonces, no habrá posibilidad de error, y por tanto, ninguna necesidad
de destreza. Hacer una mesa será tan fácil y tan aburrido como pelar una patata. En
un contexto así, será absurdo hablar de «trabajo creador». En cualquier caso, la
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