Page 121 - El camino de Wigan Pier
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casi sin argumentos para su propaganda, etc., etc.».
Hay un capítulo entero en este sentido (capítulo IV del libro), capítulo que tiene
un cierto interés como muestra del culto a la máquina en su forma más vulgar,
ignorante e inmadura. Es la auténtica voz de un gran sector del mundo moderno.
Todo consumidor de aspirinas de los barrios residenciales le haría eco
fervientemente. Nótese el agudo chillido de indignación («¡No es verdaaaad!») con
que el señor Beevers replica a la sugerencia de que su abuelo podría haber sido un
hombre mejor que él, y a la aún más horrible sugerencia de que, si volviésemos a
unas formas de vida más simples, él tendría que endurecerse los músculos en un
trabajo físico. El trabajo, según él, tiene la función de «proporcionarnos ocio». ¿Ocio
para qué? Ocio para hacernos más semejantes al señor Beevers, seguramente.
Aunque, bien mirado, por la forma en que habla de «el cielo en la tierra», se puede
deducir con bastante precisión el tipo de civilización que a él le gustaría: una especie
de Lyons Corner House duradera por in saecula saeculorum, cada vez más grande y
más ruidosa. Y en cualquier libro escrito por alguien que se sienta a gusto en el
mundo de las máquinas —en cualquier libro de H. G. Wells, por ejemplo— se
encuentran pasajes del mismo tipo. Cuántas veces no habremos oído esas repelentes
alabanzas a «las máquinas, nuestros nuevos esclavos, que liberarán a la humanidad»,
etc., etc., etc. Para estas personas, según parece, el único peligro de la máquina es su
posible uso para fines destructivos, como el que se da a los aviones en una guerra.
Pero, aparte de las guerras y de los desastres imprevistos, ven el futuro como un
avance cada vez más rápido del progreso mecánico: máquinas para ahorrar trabajo,
máquinas para ahorrar pensamiento, máquinas para ahorrar dolor… Higiene, eficacia,
organización, más higiene, más eficacia, más organización, más máquinas… hasta
encontrarnos finalmente en la ya familiar Utopía de Wells, bien caricaturizada por
Huxley en Mundo Feliz, el paraíso de los hombrecitos gordos. Desde luego, en estas
fantasías futuristas, los hombrecitos gordos no son gordos ni pequeños; son hombres
como dioses. Pero ¿cómo serán en realidad? Todo el progreso mecánico se encamina
a conseguir una eficacia cada vez mayor; se encamina, pues, en último término a la
consecución de un mundo en el que nada vaya mal. Pero, en un mundo en el que nada
fuese mal, muchas de las cualidades que Wells considera tan elevadas no tendrían
más valor que la capacidad de los animales de mover las orejas. Por ejemplo, los
personajes de Hombres como dioses y de El sueño son valientes, generosos y
físicamente fuertes. Pero, en un mundo del que se hubiera desterrado el peligro físico
—y es evidente que el progreso mecánico tiende a eliminar el peligro—, ¿es probable
que sobreviviera el valor físico? ¿Es posible que sobreviviera? ¿Y por qué habría de
seguir existiendo la fuerza física en un mundo en el que no hubiera nunca necesidad
de trabajo físico? En cuanto a las cualidades como la lealtad, la generosidad, etcétera,
en un mundo en el que nada fuese mal no sólo carecerían de importancia sino que
probablemente desaparecerían. Lo cierto es que muchas de las cualidades que
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