Page 125 - El camino de Wigan Pier
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artesanía  (que  se  ha  transmitido  de  generación  en  generación  por  el  aprendizaje)
           habrá desaparecido desde hará tiempo. Algunos oficios han desaparecido ya, ante la
           competencia de la máquina. Dense ustedes una vuelta por cualquier cementerio rural
           y traten de encontrar una lápida mortuoria posterior a 1820 que esté decentemente

           tallada. El arte, o mejor, la artesanía de tallar la piedra se ha extinguido de forma tan
           absoluta que harían falta cientos de años para resucitarla.
               A  esto  se  podría  replicar.  ¿Y  por  qué  no  conservar  las  máquinas  y  conservar
           también el trabajo creador? ¿Por qué no cultivar el anacronismo en calidad de hobby?

           Muchas veces se ha jugado con esta idea, que parece resolver con tan bella facilidad
           los  problemas  planteados  por  la  máquina.  El  ciudadano  de  Utopía,  se  nos  dice,
           cuando vuelva a casa después de sus dos horas diarias de darle a una manivela en la
           fábrica enlatadora de tomates, regresará deliberadamente a una forma de vida más

           primitiva  y  dará  salida  a  sus  instintos  creadores  haciendo  un  poco  de  ebanistería,
           barnizando  cerámica  o  tejiendo  a  mano  con  el  telar.  ¿Por  qué  es  esto  absurdo?
           (Porque, desde luego, lo es). Por un principio que no siempre es admitido, aunque
           siempre actúa: el de que, mientras la máquina exista, se siente la obligación de usarla.

           Nadie va a buscar agua al pozo si puede obtenerla de un grifo. En el campo de los
           viajes  se  da  un  buen  ejemplo  de  esto.  Todo  aquel  que  ha  viajado,  por  medios
           primitivos en un país subdesarrollado sabe que hay una diferencia como de la noche
           al día entre este tipo de viaje y los modernos viajes en tren, automóvil, etc. El nómada

           que viaja a pie o a lomos de un animal, con su equipaje cargado sobre un camello o
           en una carreta de bueyes, puede sufrir todo tipo de incomodidades, pero al menos,
           mientras viaja, sigue viviendo; mientras que, para el pasajero de un tren expreso o de
           un trasatlántico de lujo, el viaje es un interregno, una especie de muerte temporal. Y,

           a pesar de esto, mientras exista el ferrocarril, uno ha de viajar en él, o en automóvil o
           en avión. Aquí estoy yo, a cuarenta kilómetros de Londres. ¿Por qué, cuando quiero
           ir a Londres, no cargo mis cosas en el lomo de una mula y emprendo el camino a pie,

           haciendo durar dos días el viaje? Porque, con los autobuses de la Green Line pasando
           por  mi  lado  como  una  exhalación  cada  diez  minutos,  un  viaje  así  sería
           insoportablemente fastidioso. Para disfrutar de los medios de transporte primitivos, es
           necesario no disponer de ningún otro medio. Nadie quiere nunca hacer nada de una
           forma  más  pesada  de  lo  necesario.  De  ahí  lo  absurdo  de  esas  imágenes  de  los

           habitantes  de  Utopía  salvando  sus  almas  con  la  ebanistería.  En  un  mundo  donde
           pudiera hacerse todo a máquina, se haría todo a máquina. Volver deliberadamente a
           métodos  primitivos,  usar  herramientas  arcaicas,  sembrar  el  propio  camino  de

           pequeñas y tontas dificultades sería un acto de diletantismo, un volver a los trabajos
           manuales de la escuela. Sería como ponerse muy serio a tomar la cena valiéndose de
           platos  y  cubiertos  de  piedra.  Volver  a  la  artesanía  en  la  época  de  las  máquinas  es
           como tomar el té en un salón decorado a la antigua o vivir en un chalet Tudor con
           falsas vigas adosadas a la pared.

               La  tendencia  del  progreso  mecánico  es,  pues,  frustrar  la  necesidad  humana  de



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