Page 127 - El camino de Wigan Pier
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realizan durísimas tareas en cavernas subterráneas. Tan pronto como se analiza esta
idea —desarrollada en una magnífica narración breve en Historias del espacio y del
tiempo— se observa su incoherencia. ¿Por qué, en el mundo supermecanizado que
imagina Wells, habrían de trabajar los obreros más de lo que trabajan hoy? Es
evidente que la tendencia de la máquina es eliminar trabajo, no aumentarlo. En un
mundo mecanizado, los obreros podrán estar esclavizados, maltratados e incluso
subalimentados, pero ciertamente no estarían condenados a realizar interminables
tareas manuales, porque tales funciones serían cubiertas por las máquinas. Es posible
que las máquinas hagan todo el trabajo y es posible que lo hagan todo los hombres,
pero las dos cosas a la vez no son posibles. Esos ejércitos de obreros trabajando en
subterráneos, con sus uniformes azules y su lenguaje envilecido e infrahumano están
ahí con el único objeto de «hacer estremecerse al lector». Wells quiere advertir que el
«progreso» podría tomar mal camino, pero el único mal que imagina es la injusticia,
la posibilidad de que una clase se apodere de toda la riqueza y el poder y oprima a los
demás, al parecer por pura mala fe. El autor parece decir: si se cambian un poco las
cosas, si se derroca a la clase privilegiada —es decir, si se consigue pasar del
capitalismo mundial al socialismo—, todo irá bien. La civilización industrial
continuará, pero sus beneficios serán distribuidos equitativamente. La idea que él no
se atreve a afrontar es la de que el industrialismo en sí puede ser también un enemigo.
Así, en sus Utopías más representativas (El sueño, Hombres como dioses, etc.),
vuelve al optimismo y a una visión de la humanidad «liberada» por la máquina,
semejante a una raza de ilustrados bañistas cuyo único tema de conversación fuese su
propia superioridad sobre sus antepasados. Mundo feliz data de un momento bastante
posterior y corresponde a una generación que se ha dado cuenta del engaño que
implica el «progreso». Tiene sus propias contradicciones (la más importante es
señalada por John Strachey en La próxima lucha por el poder), pero por lo menos es
un memorable ataque al más burdo tipo de perfeccionismo. Dejando aparte las
exageraciones de la caricatura, expresa probablemente lo que la mayoría de la gente
culta opina acerca de la sociedad industrial.
La hostilidad de la persona sensible hacia la máquina es, en un cierto sentido,
injustificada, por el hecho evidente de que las máquinas han de seguir existiendo.
Pero es una actitud que tiene mucho de positivo. La máquina ha de ser aceptada, pero
probablemente es mejor aceptarla de manera parecida a como se acepta una droga
medicinal, es decir, a regañadientes y con suspicacia. Como la droga, la máquina es
útil, pero es peligrosa y creadora de hábito. Cuanto más a menudo se cede a ella, más
fuerte se vuelve su dominio. No hay más que mirar a nuestro alrededor para darnos
cuenta de la siniestra rapidez con que las máquinas se están apoderando de nosotros.
Tenemos, en primer lugar, la tremenda deformación del gusto que se ha producido ya
como resultado de un siglo de maquinismo. Esto es casi demasiado evidente y
reconocido por todos para necesitar mención. Pero, por citar un solo ejemplo,
tomemos el gusto en su sentido más corriente: el gusto por la buena comida. En los
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