Page 128 - El camino de Wigan Pier
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países  altamente  industrializados,  gracias  a  las  latas  de  conserva,  los  alimentos
           congelados, los condimentos sintéticos, etc., el paladar se ha convertido casi en un
           órgano  muerto.  Como  se  puede  comprobar  mediante  la  observación  en  cualquier
           tienda de verduras, lo que la mayoría de los ingleses entienden por una manzana es

           una bola de serrín de vivos colores importada de América o de Australia; devoran
           esas cosas, con placer según parece, y dejan que las manzanas inglesas se pudran bajo
           los árboles. Lo que les gusta es la apariencia brillante, estereotipada y artificial de las
           manzanas  americanas;  el  mejor  sabor  de  las  manzanas  inglesas  es  algo  de  lo  que

           simplemente no se dan cuenta. O miremos el queso elaborado en fábricas y envuelto
           en  papel  de  estaño  y  la  mantequilla  «homogeneizada»  de  cualquier  tienda  de
           comestibles; las odiosas filas de latas de conserva que cada día usurpan más espacio
           en  todas  esas  tiendas,  incluso  en  las  lecherías;  los  panecillos  de  Viena  de  seis

           peniques y los helados de dos peniques; el repulsivo producto químico que la gente se
           echa al estómago dándole el nombre de cerveza. Se mire donde se mire, se ve algún
           sospechoso  artículo  hecho  a  máquina  ocupando,  triunfante,  el  lugar  del  anticuado
           artículo que todavía sabía diferente al serrín. Y lo que ocurre con la comida ocurre

           también con los muebles, las casas, los artículos de vestir, los libros, las diversiones y
           todas las cosas que componen nuestro medio ambiente. Hay actualmente millones de
           personas, y su número aumenta a cada año que pasa, para las cuales el fragor de una
           radio como fondo a sus pensamientos es no sólo más aceptable sino más normal que

           el  mugido  de  las  vacas  o  el  canto  de  los  pájaros.  La  mecanización  del  mundo  no
           podría  llegar  demasiado  lejos  mientras  el  gusto,  aunque  fuesen  sólo  las  papilas
           gustativas de la lengua, se mantuviera incorrupto, porque de ser así la mayoría de los
           productos  de  las  máquinas  no  serían  aceptados,  simplemente.  En  un  mundo  sano,

           nadie querría latas de conserva, aspirinas, tocadiscos, sillas de tubo, ametralladoras,
           periódicos, teléfonos, automóviles, etc., etc.; y, por otra parte, habría una demanda
           constante  de  las  cosas  que  la  máquina  no  puede  producir.  Pero,  entretanto,  las

           máquinas están ahí, y sus efectos corruptores son casi irresistibles. Uno clama contra
           ellas,  pero  continúa  usándolas.  Hasta  un  salvaje  de  los  que  llevan  el  culo  al  aire
           contraerá en unos pocos meses los vicios de la civilización, si tiene oportunidad. La
           mecanización  lleva  a  la  decadencia  del  gusto,  la  decadencia  del  gusto  lleva  a  la
           demanda  de  artículos  fabricados  a  máquina,  y  ello  da  lugar  a  una  mayor

           mecanización, estableciéndose así un círculo vicioso.
               Además  de  todo  esto,  la  mecanización  del  mundo  muestra  una  tendencia  a
           progresar automáticamente, por así decirlo, lo queramos o no. Esto se debe al hecho

           de que en el moderno hombre occidental la inventiva ha sido alimentada y estimulada
           hasta  alcanzar  casi  la  condición  de  instinto.  Se  inventan  máquinas  nuevas  y  se
           perfeccionan las ya existentes de una forma casi inconsciente, de manera parecida a
           como un sonámbulo sigue trabajando en sueños. En el pasado, cuando se daba por
           sentado que la vida en nuestro planeta era dura o, como mínimo, fatigosa, el hecho de

           seguir  usando  los  mismos  rudimentarios  utensilios  que  usaron  los  antepasados  le



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