Page 56 - El camino de Wigan Pier
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Una cosa que seguramente podría hacerse y que debería hacerse de entrada es dar
gratuitamente a cada hombre parado que lo solicitase un trozo de tierra y
herramientas para cultivarlo. Es vergonzoso que unos hombres que han de
mantenerse en vida con las pensiones del P.A.C. no tengan siquiera la posibilidad de
cultivar unas hortalizas para su familia.
Para estudiar el desempleo y sus efectos, es necesario visitar las áreas
industriales. En el sur, el desempleo existe, pero está disperso y pasa extrañamente
desapercibido. Hay muchos distritos rurales donde un hombre sin trabajo es una
rareza, y en ningún punto del sur se da el espectáculo de bloques de casas enteros
cuyos habitantes viven del subsidio de paro y de las pensiones del P.A.C. Sólo
viviendo en calles donde todos los vecinos están sin trabajo, donde conseguir un
trabajo es algo tan probable como hacerse dueño de un avión y mucho menos
probable que ganar cincuenta libras en las quinielas, se comienza a constatar los
cambios que está sufriendo nuestra civilización. Porque se está produciendo un
cambio, de esto no hay ninguna duda. La actitud de los sectores más pobres de la
clase obrera es muy diferente de la que tenían hace siete u ocho años.
Tuve noticia por primera vez del problema del paro en 1928. Acababa de regresar
de Birmania, donde el paro era sólo una palabra; cuando me fui para allá era todavía
un muchacho y el boom posterior a la guerra no había terminado aún. La primera vez
que observé de cerca a hombres sin trabajo, me quedé asombrado y horrorizado al
descubrir que muchos de ellos se sentían avergonzados por su situación. Yo era
entonces muy ignorante, pero no tanto como para imaginar que, cuando la pérdida de
los mercados extranjeros despoja de sus empleos a dos millones de hombres, éstos
tienen más culpa que la gente a quien no le toca la lotería. Pero en aquellos momentos
nadie quería reconocer que el desempleo era inevitable, porque ello habría implicado
admitir que probablemente seguiría existiendo durante mucho tiempo. Las clases
medias hablaban aún de los «vagos e inútiles que viven del subsidio» y aseguraban
que «todos estos hombres encontrarían trabajo si quisieran», y, lógicamente, tales
opiniones se infiltraron entre la misma clase obrera. Recuerdo la gran sorpresa que
experimenté cuando, la primera vez que conviví con vagabundos y mendigos,
descubrí que un buen número de ellos, quizá la cuarta parte, de aquellos hombres a
quienes me habían enseñado a considerar cínicos parásitos eran honrados mineros y
obreros textiles que veían su situación con el mudo desconcierto de un animal caído
en una trampa. Sencillamente, no entendían lo que les había pasado. Habían sido
educados para el trabajo, y un buen día, sin más, parecía que nunca más tendrían
ocasión de trabajar. En sus circunstancias, era inevitable, al principio, que se sintieran
abrumados por un sentimiento de degradación personal. Ésta era la actitud hacia el
desempleo que solían tener los obreros en aquella época: lo consideraban un desastre
que le ocurría a uno individualmente y del cual era culpable uno individualmente.
Cuando hay doscientos cincuenta mil mineros sin trabajo, está dentro del orden de
las cosas que Alf Smith, un minero que vive en una callejuela de Newcastle, esté sin
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