Page 58 - El camino de Wigan Pier
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constituye una prueba de sentido común: se dan cuenta de que el hecho de quedarse
sin trabajo no implica que dejen de ser seres humanos. Así que, en un aspecto, las
cosas no están tan mal como podrían estar en las zonas pobres. La vida transcurre aún
de forma bastante normal, más normal de lo que en realidad cabría esperar. Las
familias están empobrecidas, pero el sistema familiar no se ha roto. La gente vive una
versión reducida de su vida anterior. En lugar de enfurecerse contra su suerte, han
hecho la situación tolerable limitando sus aspiraciones.
Pero esta limitación de aspiraciones no se produce necesariamente por la
eliminación de lo superfluo y la atención a lo necesario. Lo más frecuente es que se
produzca de la forma contraria, que, bien mirado, es la más natural. De ahí el hecho
de que, en una década de depresión sin precedentes, haya aumentado el consumo de
todos los lujos baratos. Las dos cosas que más han determinado esto son,
probablemente, el cine y la producción masiva de prendas de vestir baratas y bonitas
que ha tenido lugar después de la guerra. El muchacho que deja la escuela a los
catorce años y coge un empleo en el que no aprenderá nada, se encontrará en la calle
a los veinte, probablemente para siempre, pero por dos libras y diez chelines puede
comprarse a plazos un traje que, durante algún tiempo y a alguna distancia, parece
cortado en Savile Row. Por menos dinero aun, una chica puede ir hecha un figurín. Se
puede tener dos peniques en el bolsillo y ninguna perspectiva para el futuro, y tener
por todo hogar parte de una habitación con goteras, pero, con sus ropas nuevas, un
chico o una chica puede ir por la calle imaginándose que es Clark Gable o Greta
Garbo, y esto compensa de muchas cosas. E incluso en casa siempre habrá una taza
de té caliente, «una buena taza de té», y papá, que está sin trabajo desde 1929, será
temporalmente feliz porque le han dicho seguro que ganará «Cesarevich».
Desde el final de la guerra, el comercio ha tenido que adaptarse a la demanda de
un público pobre y subalimentado, a consecuencia de lo cual lo superfluo es hoy en
día casi más barato que lo necesario. Un par de zapatos sencillos y sólidos cuesta
tanto como dos pares de última moda. Por el precio de una buena comida se pueden
comprar dos libras de dulces baratos. Por tres peniques le dan a uno un montón de
pescado con patatas fritas, pero muy poca carne. La leche cuesta seis peniques el
litro, e incluso la cerveza «suave» vale cuatro peniques, pero las aspirinas son a
penique las siete, y de un paquete de té de cien gramos se pueden sacar hasta cuarenta
tazas de té. Y sobre todo están las apuestas, el más barato de los lujos. Incluso la
gente que está al borde del hambre puede comprar unos días de esperanza («Un poco
de ilusión», como ellos dicen) jugándose un penique en las apuestas deportivas. Las
apuestas mutuas han ascendido casi a la categoría de gran industria. Piénsese, por
ejemplo, en un fenómeno como las quinielas futbolísticas, cuya recaudación anual
ronda los seis millones de libras, procedentes casi todas del bolsillo de los
trabajadores. Cuando Hitler volvió a ocupar Renania, yo me encontraba en Yorkshire.
Hitler, Locarno, el fascismo y la amenaza de guerra despertaron apenas una chispa de
interés a nivel local, pero la decisión de la Asociación de Fútbol de dejar de publicar
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