Page 245 - Biografia
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Jorge Humberto Barahona González



               Una madrugada, venia de atender el festival de la naranja en el municipio de Pa-
            cho,  habían sido 4 días y 4 noches de rumba total, de trabajo intenso, subí por la calle
            63, frente al parque el salitre, para coger la carrera 50 rumbo a mi casa en el barrio
            Simón Bolívar. Aparentemente venia despierto, con los ojos abiertos, con la radio a todo
            volumen, las ventanas de la camioneta abiertas y manejando en medias, que según los
            camioneros expertos, espanta el sueño. Pero nanai cucas, a mi no me funciono, cuando
            sentí una mano, que según mi madre cuando le conté, fue la de la santa milagrosa María
            Lionza, en fin, ella me hizo girar la cabrilla de la camioneta, me despertó y yo grite: “Virgen
            santísima, me mato…!”, quede encima del separador, solo y atortolado, a escasos centí-
            metros de haberme estrellado de frente contra el poste de luz. El susto fue impresionan-
            te, definitivamente Dios, las oraciones y los santos de mi madre, me salvaron, si desea
            más detalles, tomémonos un granizado néctar azul y se los cuento, sino, dejemos así.






               Desde que llegue a administrar el hotel “El Campano” en Coveñas, en esa época to-
            davía no era municipio. Este hotel, de propiedad de Hugo González, mi primo hermano.
            Allí había un perro labrador al que le cambio la vida para bien, si mal no recuerdo, se
            llamaba “Julián”, era el que cuidaba el hotel en las noches con la tía Leonor, hermana
            de Fanny, la madre de Hugo. Nos dedicamos a darle al perro la comida a sus horas y a
            cuidarlo como se lo merecía, ya que Hugo, por sus ocupaciones, lo tenía muy descui-
            dado. Al perro le encantaba irse por las mañanas a abañarse en la playa, literalmente lo
            hacía, como le quedaba cerca ya que el hotel estaba a solo dos cuadras, pero cuando
            la armada nacional hacia redadas de animales callejeros, al perro se lo llevaban para la
            cárcel. Siempre me tocaba ir a mí a pagar la multa para sacarlo y aguantarme la vacia-
            da del sargento. Después de pagar los 30.000 pesos de la multa, yo vaciaba a Julián de
            camino al hotel, cuando llegaba lo amarraba, pero él se soltaba y se volvía a escapar,
            hasta que un día me canse de sacarlo de la cárcel y el perro se cansó de mis vaciadas
            y decidió no volver.  Después veía a Julián, todo orgulloso y con camiseta militar, subido
            en uno de los camiones patrullando la ciudad, el desgraciado se había convertido en la
            mascota de uno de los batallones.





               Ejercía como liquidador en la planta embotelladora de Coca-Cola, cada semana, a
            mis compañeros y a mí, nos rotaban los domingos para hacer un turno muy particular.
            A las 5 de la mañana despachábamos 7 camiones cargados con Coca-Cola y otros
            productos de la compañía (soda Clausen, kola Román), partían rumbo al depósito de
            Coca-Cola en Villavicencio y regresaban a las 7 de la noche, cargados con el envase
            correspondiente. A este grupo lo llamaban los magníficos o los conductores de la cara-
            vana de la muerte, afortunadamente, nunca les paso ningún accidente. Eran excelentes
            conductores, unos expertos, y como compañeros de trabajo, de óptima calidad, este
            grupo nunca lo olvidare, Clodovaldo Caballero, José Huertas, José Calderón, Armando
            Vanegas, Manuel Piñeros, Alberto García y Milciades Duarte



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