Page 184 - LIBRO ERNESTO
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Ernesto Guerra Galarza



            “Se quejan los miedosos”, les decía a mis jugadores y la verdad, todos
            se graduaron de varones. Carlos Ron regó de sangre la cancha.
            Aguantó con estoicismo y hombría un codazo aleve del ‘Colorado’
            Andrade, que reflejó la impotencia que sintió Barcelona aquella tarde
            del miércoles 5 de enero de 1983. Los convertimos en flecos. Ni más
            ni menos.


            ¿Cuál fue el once que presentó Nacional en la finalísima? Primero,
            vale una aclaración. No jugaron Luis Granda y Wilson Armas, que
            eran titulares inamovibles, porque estaban suspendidos. Alineé
            con Carlos Delgado en el arco; Orlando Narváez, Andrés Hergilio
            Nazareno, Marcelo Proaño y Hans Maldonado en la defensa; Carlos
            Ron, José Jacinto Vega y José Voltaire Villafuerte en la mitad de la
            cancha; Fernando Baldeón, Gonzalo Cajas y Fabián Paz y Miño en la
            vanguardia. Un lujo de formación. Un once para la historia.


            Tras la obtención del título fui llamado nuevamente a la selección
            para la disputa de la Copa América 1983 y tuve que abandonar la
            conducción técnica de Nacional, dejándole una herencia maravillosa
            al brasileño Roberto Abruzzesse. Igual situación había sucedido
            en 1977, cuando le dejé la mesa servida a Héctor Morales. Esos dos
            equipos que yo armé a mi imagen y semejanza tenían base firme para
            ganar lo que se les ocurriera, pero fueron otros los que disfrutaron de
            la gloria. Así es el fútbol.


            Decían que Abruzzesse entró al Ecuador por el Oriente, en puntas de
            pie, en total secreto. No tenía ningún cartel. Apenas había destacado
            como jugador en Centroamérica y como técnico no había ganado
            nada importante, pero le dieron el cargo en Nacional y lo aprovechó
            de la mejor manera. Fue dos veces campeón. Como todo brasileño era
            hablador, vendía fantasías, creía en la macumba y les hacía bañar a los
            jugadores en un río.


            Él siempre sostuvo que no tuvo que realizar mayor trabajo, porque
            recibió un equipo que estaba formado y que funcionaba como un reloj.
            Varias veces me agradeció por el regalo que le dejé para que salte a la
            fama. Demostré que tengo alma de filántropo.

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