Page 42 - LIBRO ERNESTO
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Ernesto Guerra Galarza



            la puerta de calle de la casa más popular del barrio. Era la número
            17, ubicada en la calle Manabí y pertenecía a la familia Suárez,
            donde teníamos nuestra residencia. Terminado de arreglar el ‘viejo’,
            lo acomodábamos en la calle y los chicos se disfrazaban de viudas
            y pedían limosnas antes de quemarlo. Preparábamos el testamento
            entre todos, y se destacaba el que más chispa tenía para inventar una
            tomadura de pelo o alguna broma, que a veces eran un tanto pesadas.
            La cajera era mi hermana Blanca, que después de quemar al muñeco,
            hacía la suma de lo recaudado y repartía en partes iguales a los que
            se habían vestido de viudas. Disfrazarse era la consigna para recibir
            algunos sucres.

            En mi hogar no podía faltar la cena de Año Nuevo. Al pavo lo mataban
            con anticipación. Le hacíamos chumar con vino y daba algunas vueltas
            alrededor del patio. Cuando considerábamos que ya estaba borracho,
            salía María, la empleada, para despacharlo y desplumarlo.

            Mamá se ocupaba de la preparación, la mañana del 31 de diciembre. Lo
            llevaba a hornear en una panadería que funcionaba junto al Pensionado
            La  Salle.  En  ese  mismo  local  había  los  baños  de  agua  caliente  que
            atendían al público, porque en ese tiempo, las casas de la vecindad no
            tenían duchas en los baños. En la Casa del Obrero también prestaban
            similar servicio. Los más cercanos a nosotros estaban en la calle Vargas,
            en la casa de la familia Cevallos.


            En Año Nuevo estrenábamos la parada de ropa nueva, comprada y
            obsequiada en la Navidad.


            En los Finados nos servíamos la tradicional colada morada con las
            guaguas de pan. Mamá tenía la costumbre de brindar la colada a los
            vecinos y también a los dueños de casa. En esta fecha no podría olvidar
            la costumbre de mi abuelita materna. “Yo no visito a los muertos, sino a
            los muertos en vida” , solía decir. Se refería a los enfermos del Hospital
            San Lázaro que está ubicado en la calle Ambato, entre Guayaquil y
            Venezuela. Les llevaba la colada morada, el pan, mote con arveja, frutas
            y ropa en buen estado que aportaba toda la familia.



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