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RASSINIER : La mentira de Ulises




                             Esta es una explicaclón a la que sin duda alguna no renunciaría Freud, pero no tiene
                       gran valor.
                             Por lo demás, Jean-Mare Théolleyre se equivoca, esta vez de cierto, cuando escribe:

                       [304]
                                     «Entonces, ¿qué tenían de común con ellos estos presos políticos, estos triángulos rojos:
                               comunistas y socialistas alemanes, resistentes franceses, polacos o checos? Dueños del campo, se
                               proponían permanecer como tales. Fue aquélla la época en la que los delincuentes comunes
                               golpeaban y mataban en un santiamén, en la que los «políticos» se ponían de acuerdo para organizar
                               su resistencia, para dejar ver su disciplina, su capacidad de mando, y acababan por contraatacar
                               arrebatando uno a uno los puestos clave en la vida interior del campo.»
                             ¿Lo que ellos tenían de común? Pero apreciado Jean-Marc Théolleyre, una vez en el
                       poder, en los campos, se comportaron exactamente como los delincuentes comunes, y es Jager
                       quien os lo dice en estos términos que, muy honestamente, expone usted en su relación del
                       hecho:

                                     «Yo no he dado malos tratos. Muy al contrario, soy yo quien ha sido golpeado por los
                               políticos. Son ellos quienes se han mostrado como los peores, pero a ellos nunca se les ha dicho nada.
                               ¿Por qué se guarda hasta tal punto rencor a la gente como nosotros, los triángulos verdes o los
                               triángulos negros? Cuando yo llegué a Struthof, no fueron los soldados de la S.S. los que me golpearon,
                               sino los políticos. Pues bien, hasta ahora nunca se ha visto a uno solo de ellos ante un tribunal. Y sin
                               embargo el Kapo jefe de Struthof, que era uno de ellos y que hizo peores cosas que yo, ha conseguido
                               el sobreseimiento.»
                             En otro periódico, y también a propósito del proceso de Struthof, otro cronista de
                       tribunales refiere:
                                     «Otros varios testigos se han presentado para dar a conocer la muerte de un joven polaco,
                                que por haberse dormido no se incorporó lo bastante de prisa en la plaza. Conducido a fuerza de
                                golpes por Hermanntraut, fue arrojado inmediatamente sobre la especie de mesa que servía para dar
                                las palizas. De este modo recibió veinticinco garrotazos terribles que otros dos presos se vieron
                                obligados a darle.»

                             En esta obra se encontrará la historia de Stadjeck, curiosa réplica en Dora del Fiorelini
                       de Bergen-Belsen, y las de algunos otros cuyo comportamiento fue idéntico al de Jager o al
                       de estos dos desdichados que fueron obligados – ¡o se ofrecieron! – a aplicar los 25 terribles
                       garrotazos a uno de sus compañeros de infortunio: delincuentes comunes o políticos,
                       situándose los segundos tras los primeros al frente de la propia administración penitenciaria,
                       hubo en los campos millares y millares de Fiorelini, de Stadjeck, de Jager y de individuos
                       dispuestos a ofrecerse para apalear.
                       [305]
                             Se sabe de algunos delincuentes comunes a los cuales se les pidieron cuentas.
                             A los políticos no se les exigieron cuentas y por eso no se conoce ninguna de ellos. Si
                       se quiere saber todo, no era posible pedir cuentas a los políticos: aprovechándose de la
                       confusión de las cosas y del desorden de aquellos tiempos, los políticos, que ya habían tenido
                       la habilidad de suplantar a los delincuentes en los campos – con métodos que dependían de
                       las leyes del medio y que consistían en inspirar confianza al mismo tiempo a la S.S., lo cual
                       no es de escaso interés – tuvieron también, llegado el momento, la de transformarse en
                       fiscales y en jueces a la vez, resultando así que fueron los únicos a los que se les dio el poder
                       para exigir cuentas. En su pasión por ver culpables en todas partes, hubiesen fusilado a todo
                       el mundo y ni siquiera advirtieron que al frente de los campos de concentración ellos no
                       habían tenido otro papel – ¡sólo que en peor! – que el que, por ejemplo, ellos reprochaban a
                       Pétain por haberse ofrecido a ponerse al frente de la Francia ocupada.
                             Tales eran aquellos tiempos, que, de momento, nadie advirtió lo que ellos habían
                       hecho.
                             La gente descubrió después que se había precipitado demasiado al reconocer al Partido
                       comunista el papel de un partido gubernamental, que la mayoría de los fiscales y de los jueces
                       eran comunistas, y que por cobardía, por inconsciencia o por cálculo aquellos que casualmente
                       no lo eran hacían el juego al comunismo a pesar de todo. Por este medio indirecto de la
                       necesidad política, se acabó por descubrir también una parte de la verdad sobre el



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