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Por fin llegaron a los amados Himalayas y pasaron allí algún tiempo. Luego reco-
gieron las riquezas de los maruts y comenzaron su viaje de vuelta. Las huestes de los
vrishnis habían llegado ya a Hastinapura para asistir al aswamedha de Yudhisthira, lle-
garon incluso antes de que los pandavas regresaran del norte. Y la razón de su temprana
llegada era que el niño de Uttara estaba a punto de nacer en cualquier momento. Krishna
sabía que el niño nacería sin vida, pero él había pronunciado el juramento de que le
devolvería la vida a pesar de que fuera quemado por el gran Brahmasirshastra. Krishna
se había apresurado a llegar a la ciudad para darle la vida a aquel niño, que iba a ser el
heredero del trono de los pauravas.
Allí pasaron unos días felices, hasta que el gran día llegó: Uttara dio a luz un niño
que no tenía vida. Krishna, que sabía lo que había ocurrido fue prontamente hacia los
aposentos de Uttara acompañado por Satyaki. Ella estaba postrada en la cama, y Kunti,
saliendo de la habitación bañada en lágrimas y sollozando, se encontró con Krishna y le
dijo:
—Krishna, tienes que darle vida a este niño que es la esperanza de los pandavas; el
hijo de tu sobrino ha nacido sin vida. Tú eres mi única esperanza. Ven a ver conmigo a
este niño que quiere vivir pero no puede porque Aswatthama no le ha dejado vivir.
Krishna levantó a la reina que sollozaba de rodillas en el suelo y le dijo:
—No tengas miedo. Yo he prometido que haría vivir al hijo de Abhimanyu y lo haré
aunque tenga que emplear en ello todo el punya que he adquirido durante todo este
tiempo.
Krishna entró en el aposento de Uttara y allí se encontró con Draupadi, Subhadra y
todas las mujeres de la casa real. Uttara lo vio e inmediatamente cayó desmayada a sus
pies. Las mujeres la levantaron y la acostaron sobre un lecho que allí había.
Krishna vio el cuerpo sin vida de aquel niño pequeño que acababa de nacer, su
corazón palpitaba con fuerza conmovido por el afecto que sentía por aquel pequeño
pedazo de carne, que era todo lo que había quedado de su amado Abhimanyu. Tenía
que devolverle la vida; sí, tenía que hacerlo. La cara de Krishna se había puesto sería, su
sonrisa había desaparecido, nadie podía reconocer a aquel nuevo Krishna. Le miraban
con los ojos completamente abiertos y en total asombro, su aspecto no era el de un ser
de este mundo, su conciencia estaba muy lejos. De repente, Krishna tomó el fláccido
cuerpecito del niño entre sus manos y comenzó a pasar sus divinos dedos a lo largo
del cuerpo del niño; sus dedos acariciaron al niño desde la cabeza hasta los dedos del
pie. Y con el contacto de sus benditas manos, el niño recobró la vida y comenzó a llorar
estrepitosamente: se le había concedido la vida. Krishna estaba exhausto por el esfuerzo
que había realizado y casi no podía sostenerse sobre sus pies. El sudor recorría su cara en
pequeños arroyuelos. Salió de aquel aposento sin apenas poder andar, tenía un aspecto
muy cansado y por un momento se sentó en un banco de piedra. Satyaki le había estado