Page 174 - El judío internacional
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totalmente bajo el dominio hebreo. Éste, aunque se ejecuta en diferentes formas, existe, empero,
incesante. Naturalmente, los directores periodísticos no lo anuncian públicamente, porque también
existe para ellos la máxima de que el negocio es el negocio. Existían por aquel entonces en Nueva
York ocho o nueve grandes rotativos, siendo hoy solo cinco. Gozaba el Herald del mejor renombre
y se le buscaba de preferencia para anunciar, debido a su gran tirada. En lo referente a periodismo
general, fue el mejor diario.
Ascendió la población hebrea de Nueva York a principios del último decenio del siglo pasado, a
menos de la tercera parte de la actual, sin que dejara por ello de representar ya una vigorosa
potencia capitalista. Cualquier periodista sabe hoy que los dirigentes judíos tienen casi siempre
alguna pretensión de publicar o suprimir, respectivamente ciertas noticias de la prensa. Nadie como
los judíos, observan tan cuidadosamente los diarios en cuanto a noticias referentes a sus propios
asuntos. Numerosos editores podrían atestiguar esto con hechos basados en su propia experiencia.
Nunca abandonó el Herald su convicción de que nada en el mundo podía hacerle apartarse de su
sagrada obligación de exponer públicamente la verdad. Tal actitud ejerció durante largo tiempo una
muy saludable influencia sobre los demás diarios neoyorquinos. Cuando ocurría en los círculos
cualquier escándalo, aparecían de inmediato personajes judíos influyentes en las redacciones para
solicitar que se ocultara el asunto. Pero sabían los editores que dos puertas más allá se encontraba
la redacción del Herald, y que este no suprimiría nada en beneficio de nadie. Por lo tanto podía
decir: "Con sumo gusto complaceríamos a ustedes, pero como Herald no hará otro tanto, no nos
queda mas remedio que publicar dicho asunto debido a la competencia. Tal vez consigan ustedes
algo en el Herald, en cuyo caso nosotros también les serviremos gustosamente". Pero en el caso
que el Herald no se achicaba, sino que, por el contrario, publicaba tales noticias sin repara en
suplicas, ni en quejas, ni en amenazas.
Cierto banquero hebreo exigió repetidas veces que Bennett prescindiera de su redactor financiero.
El banquero en cuestión especuló en títulos mejicanos en una época en que los mismos eran muy
inseguros. En cierta oportunidad en que se quería colocar una cantidad extraordinariamente grande
de dichos títulos a los crédulos norteamericanos, trajo el Herald la noticia de una revolución
mejicana en preparación, y que, efectivamente, estallo poco después. Dicho banquero, airado,
recurrió a todos los resortes posibles para lograr la cesantía de aquel redactor, pero sin conseguir
sus propósitos.
En otra oportunidad en que cierto miembro de una conocida familia hebrea se vio comprometido en
un escándalo, declinó Bennett el pedido su suprimirlo, con el razonamiento de que, si idéntico
escándalo hubiese ocurrido en una familia perteneciente a otra raza cualquiera, se publicaría lo
mismo sin miramientos de ninguna índole.
Mas el periodismo es también negocio mercantil. Existen cosas que un diario no puede tocar sin
correr el riesgo de sacar sus propias fuentes. Se impone esta máximo desde el momento en que los
principales ingresos ya no salen tanto de la suscripción y venta, como de los avisos. Cubren apenas
los primeros, los gastos de papel. Por dicha razón, los clientes anunciantes son, por los menos, de
tanta importancia como las fabricas de papel. Y dado que los más importantes clientes
anunciadores son los grandes comerciantes, y como estos se hallan, en su mayoría, en manos
hebreas, nada más natural sino que estos se esfuercen por influenciar la parte informativa de
aquellos diarios a los que confían sus anuncios.
Constituyo siempre un orgullo de los judíos de Nueva York tener a un hebreo por alcalde. Cuando
los principales partidos políticos estaban divididos entre si, supusieron los judíos que había llegado
el momento de imponerse. Calculaban que los diarios no desatenderían un petitorio firmado por los
propietarios de los grandes almacenes, como clientes de "peso", y dirigieron una breve carta
"rigurosamente confidencial" a todos los editores de diarios neoyorquinos, en la que les pedían
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