Page 147 - Libro Orgullo y Prejuicio
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CAPÍTULO XXXVI
      No  esperaba  Elizabeth,  cuando  Darcy  le  dio  la  carta,  que  en  ella  repitiese  su
      proposición, pero no tenía ni idea de qué podía contener. Al descubrirlo, bien se
      puede suponer con qué rapidez la leyó y cuán encontradas sensaciones vino a
      suscitarle.  Habría  sido  difícil  definir  sus  sentimientos.  Al  principio  creyó  con
      asombro que Darcy querría disculparse lo mejor que pudiese, pero en seguida se
      convenció firmemente de que no podría darle ninguna explicación que el más
      elemental sentido de la dignidad no aconsejara ocultar. Con gran prejuicio contra
      todo lo que él pudiera decir, empezó a leer su relato acerca de lo sucedido en
      Netherfield. Sus ojos recorrían el papel con tal ansiedad que apenas tenía tiempo
      de  comprender,  y  su  impaciencia  por  saber  lo  que  decía  la  frase  siguiente  le
      impedía entender el sentido de la que estaba leyendo. Al instante dio por hecho
      que  la  creencia  de  Darcy  en  la  indiferencia  de  su  hermana  era  falsa,  y  las
      peores  objeciones  que  ponía  a  aquel  matrimonio  la  enojaban  demasiado  para
      poder  hacerle  justicia.  A  ella  le  satisfacía  que  no  expresase  ningún
      arrepentimiento  por  lo  que  había  hecho;  su  estilo  no  revelaba  contrición,  sino
      altanería. En sus líneas no veía más que orgullo e insolencia.
        Pero  cuando  pasó  a  lo  concerniente  a  Wickham,  leyó  ya  con  mayor
      atención. Ante aquel relato de los hechos que, de ser auténtico, había de destruir
      toda su buena opinión del joven, y que guardaba una alarmante afinidad con lo
      que el mismo Wickham había contado, sus sentimientos fueron aún más penosos
      y  más  difíciles  de  definir;  el  desconcierto,  el  recelo  e  incluso  el  horror  la
      oprimían. Hubiese querido desmentirlo todo y exclamó repetidas veces: « ¡Eso
      tiene que ser falso, eso no puede ser! ¡Debe de ser el mayor de los embustes!»
      Acabó  de  leer  la  carta,  y  sin  haberse  enterado  apenas  de  la  última  o  las  dos
      últimas páginas, la guardó rápidamente y quejándose se dijo que no la volvería a
      mirar, que no quería saber nada de todo aquello.
        En  semejante  estado  de  perturbación,  asaltada  por  mil  confusos
      pensamientos, siguió paseando; pero no sirvió de nada; al cabo de medio minuto
      sacó de nuevo la carta y sobreponiéndose lo mejor que pudo, comenzó otra vez
      la  mortificante  lectura  de  lo  que  a  Wickham  se  refería,  dominándose  hasta
      examinar  el  sentido  de  cada  frase.  Lo  de  su  relación  con  la  familia  de
      Pemberley era exactamente lo mismo que él había dicho, y la bondad del viejo
      señor Darcy, a pesar de que Elizabeth no había sabido hasta ahora hasta dónde
      había llegado, también coincidían con lo indicado por el propio Wickham. Por lo
      tanto, un relato confirmaba el otro, pero cuando llegaba al tema del testamento la
      cosa  era  muy  distinta.  Todo  lo  que  éste  había  dicho  acerca  de  su  beneficio
      eclesiástico estaba fresco en la memoria de la joven, y al recordar sus palabras
      tuvo  que  reconocer  que  había  doble  intención  en  uno  u  otro  lado,  y  por  unos
      instantes creyó que sus deseos no la engañaban. Pero cuando leyó y releyó todo
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