Page 174 - Libro Orgullo y Prejuicio
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CAPÍTULO XLIII
      Elizabeth divisó los bosques de Pemberley con cierta turbación, y cuando por fin
      llegaron a la puerta, su corazón latía fuertemente.
        La finca era enorme y comprendía gran variedad de tierras. Entraron por
      uno  de  los  puntos  más  bajos  y  pasearon  largamente  a  través  de  un  hermoso
      bosque que se extendía sobre su amplia superficie.
        La mente de Elizabeth estaba demasiado ocupada para poder conversar; pero
      observaba  y  admiraba  todos  los  parajes  notables  y  todas  las  vistas.  Durante
      media milla subieron una cuesta que les condujo a una loma considerable donde
      el bosque se interrumpía y desde donde vieron en seguida la casa de Pemberley,
      situada al otro lado del valle por el cual se deslizaba un camino algo abrupto. Era
      un edificio de piedra, amplio y hermoso, bien emplazado en un altozano que se
      destacaba delante de una cadena de elevadas colinas cubiertas de bosque, y tenía
      enfrente  un  arroyo  bastante  caudaloso  que  corría  cada  vez  más  potente,
      completamente  natural  y  salvaje.  Sus  orillas  no  eran  regulares  ni  estaban
      falsamente adornadas con obras de jardinería. Elizabeth se quedó maravillada.
      Jamás había visto un lugar más favorecido por la naturaleza o donde la belleza
      natural  estuviese  menos  deteriorada  por  el  mal  gusto.  Todos  estaban  llenos  de
      admiración,  y  Elizabeth  comprendió  entonces  lo  que  podría  significar  ser  la
      señora de Pemberley.
        Bajaron la colina, cruzaron un puente y siguieron hasta la puerta. Mientras
      examinaban el aspecto de la casa de cerca, Elizabeth temió otra vez encontrarse
      con  el  dueño.  ¿Y  si  la  camarera  se  hubiese  equivocado?  Después  de  pedir
      permiso para ver la mansión, les introdujeron en el vestíbulo. Mientras esperaban
      al  ama  de  llaves,  Elizabeth  tuvo  tiempo  para  maravillarse  de  encontrarse  en
      semejante lugar.
        El  ama  de  llaves  era  una  mujer  de  edad,  de  aspecto  respetable,  mucho
      menos estirada y mucho más cortés de lo que Elizabeth había imaginado. Los
      llevó  al  comedor.  Era  una  pieza  de  buenas  proporciones  y  elegantemente
      amueblada. Elizabeth la miró ligeramente y se dirigió a una de las ventanas para
      contemplar la vista. La colina coronada de bosque por la que habían descendido,
      a distancia resultaba más abrupta y más hermosa. Toda la disposición del terreno
      era buena; miró con delicia aquel paisaje: el arroyo, los árboles de las orillas y la
      curva del valle hasta donde alcanzaba la vista. Al pasar a otras habitaciones, el
      paisaje aparecía en ángulos distintos, pero desde todas las ventanas se divisaban
      panoramas magníficos. Las piezas eran altas y bellas, y su mobiliario estaba en
      armonía con la fortuna de su propietario. Elizabeth notó, admirando el gusto de
      éste, que no había nada llamativo ni cursi y que había allí menos pompa pero
      más elegancia que en Rosings.
        « ¡Y pensar —se decía— que habría podido ser dueña de todo esto! ¡Estas
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