Page 179 - Libro Orgullo y Prejuicio
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venido  un  día  antes?  Si  ellos  mismos  hubiesen  llegado  a  Pemberley  sólo  diez
      minutos  más  temprano,  no  habrían  coincidido,  pues  era  evidente  que  Darcy
      acababa de llegar, que en aquel instante bajaba del caballo o del coche. Elizabeth
      no dejaba de avergonzarse de su desdichado encuentro. Y el comportamiento de
      Darcy, tan notablemente cambiado, ¿qué podía significar? Era sorprendente que
      le hubiese dirigido la palabra, pero aún más que lo hiciese con tanta finura y que
      le preguntase por su familia. Nunca había visto tal sencillez en sus modales ni
      nunca le había oído expresarse con tanta gentileza. ¡Qué contraste con la última
      vez  que  la  abordó  en  la  finca  de  Rosings  para  poner  en  sus  manos  la  carta!
      Elizabeth no sabía qué pensar ni cómo juzgar todo esto.
        Entretanto, habían entrado en un hermoso paseo paralelo al arroyo, y a cada
      paso  aparecía  ante  ellos  un  declive  del  terreno  más  bello  o  una  vista  más
      impresionante  de  los  bosques  a  los  que  se  aproximaban.  Pero  pasó  un  tiempo
      hasta  que  Elizabeth  se  diese  cuenta  de  todo  aquello,  y  aunque  respondía
      mecánicamente a las repetidas preguntas de sus tíos y parecía dirigir la mirada a
      los  objetos  que  le  señalaban,  no  distinguía  ninguna  parte  del  paisaje.  Sus
      pensamientos  no  podían  apartarse  del  sitio  de  la  mansión  de  Pemberley,
      cualquiera que fuese, en donde Darcy debía de encontrarse. Anhelaba saber lo
      que en aquel momento pasaba por su mente, qué pensaría de ella y si todavía la
      querría.  Puede  que  su  cortesía  obedeciera  únicamente  a  que  ya  la  había
      olvidado; pero había algo en su voz que denotaba inquietud. No podía adivinar si
      Darcy sintió placer o pesar al verla; pero lo cierto es que parecía desconcertado.
        Las  observaciones  de  sus  acompañantes  sobre  su  falta  de  atención,  la
      despertaron y le hicieron comprender que debía aparentar serenidad.
        Penetraron en el bosque y alejándose del arroyo por un rato, subieron a uno
      de  los  puntos  más  elevados,  desde  el  cual,  por  los  claros  de  los  árboles,  podía
      extenderse la vista y apreciar magníficos panoramas del valle y de las colinas
      opuestas  cubiertas  de  arboleda,  y  se  divisaban  también  partes  del  arroyo.  El
      señor Gardiner hubiese querido dar la vuelta a toda la finca, pero temía que el
      paseo resultase demasiado largo. Con sonrisa triunfal les dijo el jardinero que la
      finca  tenía  diez  millas  de  longitud,  por  lo  que  decidieron  no  dar  la  vuelta
      planeada, y se dirigieron de nuevo a una bajada con árboles inclinados sobre el
      agua en uno de los puntos más estrechos del arroyo. Lo cruzaron por un puente
      sencillo  en  armonía  con  el  aspecto  general  del  paisaje.  Aquel  paraje  era  el
      menos adornado con artificios de todos los que habían visto. El valle, convertido
      aquí en cañada, sólo dejaba espacio para el arroyo y para un estrecho paseo en
      medio del rústico soto que lo bordeaba. Elizabeth quería explorar sus revueltas,
      pero en cuanto pasaron el puente y pudieron apreciar lo lejos que estaban de la
      casa, la señora Gardiner, que no era amiga de caminar, no quiso seguir adelante
      y  sólo  pensó  en  volver  al  coche  lo  antes  posible.  Su  sobrina  se  vio  obligada  a
      ceder y emprendieron el regreso hacia la casa por el lado opuesto al arroyo y
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