Page 218 - Libro Orgullo y Prejuicio
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proporcional prontitud, por la vecindad. Cierto que hubiera dado más que hablar
que Lydia Bennet hubiese venido a la ciudad, y que habría sido mejor aún si la
hubiesen recluido en alguna granja distante; pero ya había bastante que charlar
sobre su matrimonio, y los bien intencionados deseos de que fuese feliz que antes
habían expresado las malévolas viejas de Meryton, no perdieron más que un
poco de su viveza en este cambio de circunstancias, pues con semejante marido
se daba por segura la desgracia de Lydia.
Hacía quince días que la señora Bennet no bajaba de sus habitaciones, pero a
fin de solemnizar tan faustos acontecimientos volvió a ocupar radiante su sitio a la
cabecera de la mesa. En su triunfo no había el más mínimo sentimiento de
vergüenza. El matrimonio de una hija que constituyó el principal de sus anhelos
desde que Jane tuvo dieciséis años, iba ahora a realizarse. No pensaba ni hablaba
más que de bodas elegantes, muselinas finas, nuevos criados y nuevos carruajes.
Estaba ocupadísima buscando en la vecindad una casa conveniente para la
pareja, y sin saber ni considerar cuáles serían sus ingresos, rechazó muchas por
falta de amplitud o de suntuosidad.
—Haye Park —decía— iría muy bien si los Gouldings lo dejasen; o la casa
de Stoke, si el salón fuese mayor; ¡pero Asworth está demasiado lejos! Yo no
podría resistir que viviese a diez millas de distancia. En cuanto a la Quinta de
Purvis, los áticos son horribles.
Su marido la dejaba hablar sin interrumpirla mientras los criados estaban
delante. Pero cuando se marcharon, le dijo:
—Señora Bennet, antes de tomar ninguna de esas casas o todas ellas para tu
hija, vamos a dejar las cosas claras. Hay en esta vecindad una casa donde nunca
serán admitidos. No animaré el impudor de ninguno de los dos recibiéndolos en
Longbourn.
A esta declaración siguió una larga disputa, pero el señor Bennet se mantuvo
firme. Se pasó de este punto a otro y la señora Bennet vio con asombro y horror
que su marido no quería adelantar ni una guinea para comprar el traje de novia a
su hija. Aseguró que no recibiría de él ninguna prueba de afecto en lo que a ese
tema se refería. La señora Bennet no podía comprenderlo; era superior a las
posibilidades de su imaginación que el rencor de su marido llegase hasta el punto
de negar a su hija un privilegio sin el cual su matrimonio apenas parecería válido.
Era más sensible a la desgracia de que su hija no tuviese vestido de novia que
ponerse, que a la vergüenza de que se hubiese fugado y hubiese vivido con
Wickham quince días antes de que la boda se celebrara.
Elizabeth se arrepentía más que nunca de haber comunicado a Darcy,
empujada por el dolor del momento, la acción de su hermana, pues ya que la
boda iba a cubrir el escándalo de la fuga, era de suponer que los ingratos
preliminares serían ocultados a todos los que podían ignorarlos.
No temía la indiscreción de Darcy; pocas personas le inspiraban más