Page 222 - Libro Orgullo y Prejuicio
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CAPÍTULO LI
Llegó el día de la boda de Lydia, y Jane y Elizabeth se interesaron por ella
probablemente más que ella misma. Se envió el coche a buscarlos a X, y
volvería con ellos a la hora de comer. Jane y Elizabeth temían su llegada,
especialmente Jane, que suponía en Lydia los mismos sentimientos que a ella la
habrían embargado si hubiese sido la culpable, y se atormentaba pensando en lo
que Lydia debía sufrir.
Llegaron. La familia estaba reunida en el saloncillo esperándolos. La sonrisa
adornaba el rostro de la señora Bennet cuando el coche se detuvo frente a la
puerta; su marido estaba impenetrablemente serio, y sus hijas, alarmadas,
ansiosas e inquietas.
Se oyó la voz de Lydia en el vestíbulo; se abrió la puerta y la recién casada
entró en la habitación. Su madre se levantó, la abrazó y le dio con entusiasmo la
bienvenida, tendiéndole la mano a Wickham que seguía a su mujer, deseándoles
a ambos la mayor felicidad, con una presteza que demostraba su convicción de
que sin duda serían felices.
El recibimiento del señor Bennet, hacia quien se dirigieron luego, ya no fue
tan cordial. Reafirmó su seriedad y apenas abrió los labios. La tranquilidad de la
joven pareja era realmente suficiente para provocarle. A Elizabeth le daban
vergüenza e incluso Jane estaba escandalizada. Lydia seguía siendo Lydia:
indómita, descarada, insensata, chillona y atrevida. Fue de hermana en hermana
pidiéndoles que la felicitaran, y cuando al fin se sentaron todos, miró con avidez
por toda la estancia, notando que había habido un pequeño cambio, y, soltando
una carcajada, dijo que hacía un montón de tiempo que no estaba allí.
Wickham no parecía menos contento que ella; pero sus modales seguían
siendo tan agradables que si su modo de ser y su boda hubieran sido como
debían, sus sonrisas y sus desenvueltos ademanes al reclamar el reconocimiento
de su parentesco por parte de sus cuñadas, les habrían seducido a todas. Elizabeth
nunca creyó que fuese capaz de tanta desfachatez, pero se sentó decidida a no
fijar límites en adelante a la desvergüenza de un desvergonzado. Tanto Jane
como ella estaban ruborizadas, pero las mejillas de los causantes de su turbación
permanecían inmutables.
No faltó la conversación. La novia y la madre hablaban sin respiro, y
Wickham, que se sentó al lado de Elizabeth, comenzó a preguntar por sus
conocidos de la vecindad con una alegría y buen humor, que ella no habría
podido igualar en sus respuestas. Tanto Lydia como Wickham parecían tener unos
recuerdos maravillosos. Recordaban todo lo pasado sin ningún pesar, y ella
hablaba voluntariamente de cosas a las que sus hermanas no habrían hecho
alusión por nada del mundo.
—¡Ya han pasado tres meses desde que me fui! —exclamó—. ¡Y parece que