Page 239 - Libro Orgullo y Prejuicio
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quedó muy satisfecha y se sintió todo lo animada que su mal humor le permitía.
Darcy estaba al otro lado de la mesa, sentado al lado de la señora Bennet, y
Elizabeth comprendía lo poco grata que les era a los dos semejante colocación, y
lo poco ventajosa que resultaba para nadie. No estaba lo bastante cerca para oír
lo que decían, pero pudo observar que casi no se hablaban y lo fríos y
ceremoniosos que eran sus modales cuando lo hacían. Esta antipatía de su madre
por Darcy le hizo más penoso a Elizabeth el recuerdo de lo que todos le debían, y
había momentos en que habría dado cualquier cosa por poder decir que su
bondad no era desconocida ni inapreciada por toda la familia.
Esperaba que la tarde le daría oportunidad de estar al lado de Darcy y que no
acabaría la visita sin poder cambiar con él algo más que el sencillo saludo de la
llegada. Estaba tan ansiosa y desasosegada que mientras esperaba en el salón la
entrada de los caballeros, su desazón casi la puso de mal talante. De la presencia
de Darcy dependía para ella toda esperanza de placer en aquella tarde.
« Si no se dirige hacia mí —se decía— me daré por vencida.»
Entraron los caballeros y pareció que Darcy iba a hacer lo que ella anhelaba;
pero desgraciadamente las señoras se habían agrupado alrededor de la mesa en
donde la señora Bennet preparaba el té y Elizabeth servía el café, estaban todas
tan apiñadas que no quedaba ningún sito libre a su lado ni lugar para otra silla. Al
acercarse los caballeros, una de las muchachas se aproximó a Elizabeth y le dijo
al oído:
—Los hombres no vendrán a separarnos; ya lo tengo decidido; no nos hacen
ninguna falta, ¿no es cierto?
Darcy entonces se fue a otro lado de la estancia. Elizabeth le seguía con la
vista y envidiaba a todos con quienes conversaba; apenas tenía paciencia para
servir el café, y llegó a ponerse furiosa consigo misma por ser tan tonta.
« ¡Un hombre al que he rechazado! Loca debo estar si espero que renazca su
amor. No hay un solo hombre que no se rebelase contra la debilidad que
supondría una segunda declaración a la misma mujer. No hay indignidad mayor
para ellos.»
Se reanimó un poco al ver que Darcy venía a devolverle la taza de café, y
ella aprovechó la oportunidad para preguntarle:
—¿Sigue su hermana en Pemberley?
—Sí, estará allí hasta las Navidades.
—¿Y está sola? ¿Se han ido ya todos sus amigos?
—Sólo la acompaña la señora Annesley; los demás se han ido a Scarborough
a pasar estas tres semanas.
A Elizabeth no se le ocurrió más que decir, pero si él hubiese querido hablar,
¡con qué placer le habría contestado! No obstante, se quedó a su lado unos
minutos, en silencio, hasta que la muchacha de antes se puso a cuchichear con
Elizabeth, y entonces él se retiró.