Page 243 - Libro Orgullo y Prejuicio
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Catherine y yo nos vamos arriba a mi cuarto.
Elizabeth no se atrevió a discutir con su madre; pero se quedó en el vestíbulo
hasta que la vio desaparecer con Catherine, y entonces volvió al salón.
Los planes de la señora Bennet no se realizaron aquel día. Bingley era un
modelo de gentileza, pero no el novio declarado de su hija. Su soltura y su alegría
contribuyeron en gran parte a la animación de la reunión de la noche; aguantó
toda la indiscreción y las impertinencias de la madre y escuchó todas sus necias
advertencias con una paciencia y una serenidad que dejaron muy complacida a
Jane.
Apenas necesitó que le invitaran para quedarse a cenar y, antes de que se
fuera, la señora Bennet le hizo una nueva invitación para que viniese a la mañana
siguiente a cazar con su marido.
Después de este día, Jane ya no dijo que Bingley le fuese indiferente. Las dos
hermanas no hablaron una palabra acerca de él, pero Elizabeth se acostó con la
feliz convicción de que todo se arreglaría pronto, si Darcy no volvía antes del
tiempo indicado. Sin embargo, estaba seriamente convencida de que todo esto
habría tenido igualmente lugar sin la ausencia de dicho caballero.
Bingley acudió puntualmente a la cita, y él y el señor Bennet pasaron juntos
la mañana del modo convenido. El señor Bennet estuvo mucho más agradable de
lo que su compañero esperaba. No había nada en Bingley de presunción o de
tontería que el otro pudiese ridiculizar o disgustarle interiormente, por lo que
estuvo con él más comunicativo y menos hosco de lo que solía. Naturalmente,
Bingley regresó con el señor Bennet a la casa para comer, y por la tarde la
señora Bennet volvió a maquinar para dejarle solo con su hija. Elizabeth tenía
que escribir una carta, y fue con ese fin al saloncillo poco después del té, pues
como los demás se habían sentado a jugar, su presencia ya no era necesaria para
estorbar las tramas de su madre.
Pero al entrar en el salón, después de haber terminado la carta, vio con
infinita sorpresa que había razón para temer que su madre se hubiera salido con
la suya. En efecto, al abrir la puerta divisó a su hermana y a Bingley solos,
apoyados en la chimenea como abstraídos en la más interesante conversación; y
por si esto no hubiese dado lugar a todas las sospechas, los rostros de ambos al
volverse rápidamente y separarse lo habrían dicho todo. La situación debió de ser
muy embarazosa para ellos, pero Elizabeth iba a marcharse, cuando Bingley,
que, como Jane, se había sentado, se levantó de pronto, dijo algunas palabras al
oído de Jane y salió de la estancia.
Jane no podía tener secretos para Elizabeth, sobre todo, no podía ocultarle una
noticia que sabía que la alegraría. La estrechó entre sus brazos y le confesó con
la más viva emoción que era la mujer más dichosa del mundo.
—¡Es demasiado! —añadió. ¡Es demasiado! No lo merezco. ¡Oh! ¿Por qué
no serán todos tan felices como yo?